El Palacio San José es una espléndida residencia ubicada en las vecindades de Concepción del Uruguay, provincia de Entre Ríos. Aún hoy, pese a que transcurrió más de un siglo y medio desde que fue construida, luce magnífica, conservando buena parte del glamour original. Tan pronto se ingresa a la paradisíaca morada, el visitante queda maravillado por la exquisitez y buen gusto que hay en cada detalle. Salta a la vista que el dueño de casa no escatimó en lo más mínimo para que ése, su hogar, tuviera el máximo confort y todos los adelantos de la época.
Para equiparla, Justo José de Urquiza, el propietario del solar, hizo traer desde distintos lugares de Europa los mejores muebles, cristalería, tapices, cortinados, alfombras, porcelanas y vajilla. El vasto parque que rodea la casa termina en un ensoñador lago privado, otrora poblado de cisnes y flamencos. Árboles de todo el mundo, estatuas, senderos, una inmensa pajarera con papagayos y faisanes multicolores: Amado Bonpland, el sabio naturalista francés que había sabido arreglar los jardines de la emperatriz Josefina, esposa de Napoleón Bonaparte, no dejó nada librado al azar.
En ese lugar, el 11 de abril de 1870 ocurrió un hecho desgraciado, en el que perdió la vida el ex
presidente de la extinguida Confederación Argentina, quien vivía allí con su familia, disfrutando el lujo y confort del palacio que había hecho levantar en medio de la nada.
Después de Pavón, hacía ya nueve años, se recluyó en su provincia, repartiendo su tiempo entre la gobernación y la placentera estancia en esa residencia. No estaba retirado del todo de la política, pero casi. Su tiempo se había agotado cuando después de aquella fatídica batalla, dejó el terreno libre al vencedor, Bartolomé Mitre, para que moldeara el país a su antojo. En las elecciones presidenciales de 1868 intentó un regreso con suerte fallida, quedando lejos de Sarmiento, el vencedor.
Aquel día, a pocos pasos de donde Urquiza departía con un visitante ocasional, su esposa, Dolores Costa, y sus hijas cuchicheaban y reían, esperando la hora de la cena. Era una tarde apacible, nada hacía prever la tragedia que se avecinaba.
Aunque todo parecía estar en su lugar en la vida de Justo José de Urquiza, el hombre más rico y poderoso del Litoral, las cosas eran muy diferentes. Pese a su inmenso aporte a la institucionalización del país, el vencedor de Caseros tenía muchos enemigos, la mayoría, de ellos, paradójicamente, de su propio bando. El encono de los federales más duros había empezado tras la inexplicable conducta de su jefe en Pavón, cuando, teniendo a su merced a Mitre, el jefe de las fuerzas porteñas, Urquiza prefirió abandonar el campo de batalla y emprender la retirada.
Más tarde, tampoco le perdonaron que se mantuviera impasible mientras Mitre, durante su presidencia, arrasaba los últimos focos de resistencia federal y eliminaba a los caudillos que seguían dando pelea; ni que más tarde consintiera la ominosa guerra contra el Paraguay. Ni qué hablar de su reconciliación con Sarmiento, verdugo intelectual del “Chacho” Peñaloza y de otros federales caídos en desgracia.
Urquiza, como buen gaucho que era, sabía que tarde o temprano su gente le pasaría la factura. Y como no hay peor astilla que la del mismo palo, fue uno de los hombres de su riñón, Ricardo López Jordán, sobrino del legendario Pancho Ramírez, quien se convirtió en su más enconado adversario.
El crimen
Gritos airados que provienen del fondo de la morada rompen la quietud del crepúsculo. Por la entrada posterior, al grito de “¡Muera el traidor vendido a los porteños!”, medio centenar de hombres ingresan en tropel a la residencia. Embistiendo todo lo que se cruza en su camino, atraviesan los patios internos, hasta que un puñado de ellos se planta, desafiante, frente al entrerriano, que no atina a reaccionar.
Por un momento, Urquiza cree que se trata de su propia gente, agitada por algún motivo que desconoce, pero enseguida cae en la cuenta y advierte que en realidad son sus enemigos que vienen por él. “¡Son asesinos... cierre la puerta del pasillo!”, ordena a los gritos, tratando de escabullirse hacia su dormitorio para buscar un arma. En ese momento recibe un balazo en pleno rostro. Al caer junto al vano de la puerta, estampa la huella de su mano ensangrentada en uno de los postigos. Lola, una de las hijas de la víctima, presa de la desesperación, abraza a su padre malherido. Todo es griterío, corridas y confusión.
Nicomedes Coronel –uno de los sicarios- se abalanza sobre el caído y le aplica cinco feroces puñaladas para rematarlo. Instantes después, Urquiza muere en brazos de su esposa; sus hijas, fuera de sí, lloran desconsoladamente. El burdo asesinato ha sido consumado. La “operación comando”, cuidadosamente pergeñada por López Jordán, ha dado sus frutos. Los tres grupos cumplieron con su parte: el comandado por el mayor Robustiano Vera, que tenía a su cargo neutralizar la guardia del Palacio; el del oriental José María Mosqueira, que debía encargarse de trancar las puertas para impedir la entrada de refuerzos, mientras el cordobés Simón Luengo y el “Tuerto” Álvarez llegaban hasta la persona del gobernador para acabar con su vida. Urquiza tenía 69 años.
Esa misma noche, en Concordia, caían asesinados sus dos hijos varones: Justo Carmelo, jefe de Policía, y Waldino, jefe de las milicias entrerrianas. Mientras el linaje urquicista se extinguía sin remedio, la revolución, por el momento, había triunfado. López Jordán, exultante, se hacía nombrar gobernador de Entre Ríos.
El juicio de la historia
Pese al tiempo transcurrido, queda la sensación de que el juicio crítico y ambivalente de sus contemporáneos prevalece aún por sobre sus logros más perdurables, tales como haber facilitado la sanción de la Constitución Nacional y sentado las bases de la futura organización del país.
El prejuicio de los porteños hacia quien veían como un nuevo Rosas les impidió, a su tiempo, comprender la fuerza de la “política de fusión” pregonada por Urquiza después de la batalla de Caseros, un auténtico mensaje de unidad lanzado en un momento crucial de la vida argentina. Tampoco sus propios compañeros de ruta valoraron el paso al costado que dio tras la batalla de Pavón como un gesto de pacificación, sino que lo leyeron como un acto de traición a la causa federal.
Mientras que para algunos Urquiza fue apenas un caudillo provinciano, a lo sumo un poco más ilustrado que el resto, que dedicó su vida a amasar una inmensa fortuna y acumular poder, para muchos fue un visionario, capaz de ver más allá de las pasiones y urgencias de su tiempo, y un ejemplo de desinterés al permitir que otros consumaran el anhelado sueño de la organización nacional. Probablemente influyó en este juicio ambiguo, bipolar, el hecho de que la historia oficial la escribieron los vencedores, los hombres de Buenos Aires, quienes a pesar de haberlos librado Urquiza de su peor enemigo –Juan Manuel de Rosas– no fueron generosos con su memoria.
Los restos de Justo José de Urquiza reposan en la Basílica de la Inmaculada Concepción, en Concepción del Uruguay, en tanto que el Palacio San José, convertido en museo, permanece abierto al público. Allí, en ese lugar solemne y bucólico a la vez, deambula el espíritu de uno de los fundadores de la nacionalidad, quien no recibió aún el reconocimiento pleno de sus compatriotas.
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