Ni el propio Mausolo, el legendario rey de Caria que patentó el primer mausoleo, debió haber imaginado que tendría tantos imitadores. Con el paso de los siglos, esa costumbre ancestral de levantar monumentos funerarios para honrar la memoria de los grandes se extendió hacia todo el orbe e, incluso, tuvo y tiene aún adeptos en nuestro país. También aquí varios de nuestros muertos ilustres fueron trasladados de su sepultura original a sitios más apropiados para la veneración pública. De allí que no resulta nada extraño que finalmente le llegara el turno a Juan Domingo Perón, tres veces presidente de la República y –aceptado hasta por sus enemigos- la figura política más sobresaliente de la segunda mitad del siglo 20.
El mausoleo que albergará sus restos se halla en la quinta de San Vicente donde, en vida, Perón solía compartir plácidas temporadas con Evita, su segunda esposa. De ahora en más, este monumento sobrio e imponente a la vez, rodeado de capillas y plazas temáticas, será el marco del sueño eterno del general.
¿Lo habrá querido así el viejo líder? Nadie lo sabe con absoluta certeza. Perón no fue explícito sobre esta cuestión como lo fueron, por ejemplo, José de San Martín o Juan Manuel de Rosas, quienes sí documentaron su última voluntad. El primero de los nombrados asentó de puño y letra en su testamento que deseaba que su corazón descansase en Buenos Aires; mientras que el segundo dejó precisas instrucciones para que sus restos fueran albergados "en una sepultura moderna, sin lujo ni aparato alguno, pero sólida, segura y decente". Aunque tardíamente, el mandato de ambos se cumplió: desde 1880 San Martín reposa cerca de la entrada de la Catedral metropolitana y en 1989 Rosas fue alojado en la bóveda de la familia Ortiz de Rosas en la Recoleta. También Rivadavia dejó instrucciones: antes de morir pidió expresamente que su cuerpo no volviera jamás a la Argentina. Sin embargo, fue repatriado en 1857.
De Perón, en cambio, no se conoce un mandato de igual contundencia que los citados. El recuerdo postrero que se tiene de él es aquel legendario discurso, el último, cuando pocas semanas antes de morir comunicó a una plaza colmada y a millones de televidentes que su único heredero era el pueblo. Pero, según parece, ni antes ni después de aquella emotiva despedida precisó dónde quería ser enterrado. Quienes han hurgado en su pasado, dicen no tener dudas acerca de que luego de su muerte Perón deseaba yacer en tierra bonaerense, a la vez que afirman que la pista más firme de su voluntad se halla en una carta que Perón escribió en la época de su exilio español en la que menciona la quinta de San Vicente, que sin dudas añoraba, preguntando si continuaba manteniendo su calma y tranquilidad habituales y sugiriendo que le gustaría que "el día de mañana" sus restos descansasen allí. Aparentemente, eso es todo. Lo cierto es que, por éstas u otras razones, María Estela Martínez, su última esposa, y Alejandro Rodríguez Perón, un sobrino nieto del general, consintieron el traslado. Y no hay más nadie a quien preguntarle; hasta donde se sabe, Perón no dejó descendencia (a menos que la infatigable Martha Holgado logre el reconocimiento judicial por el que viene bregando).
Como fuere, en lo que para muchos luce casi como una repatriación –aunque parezca un contrasentido- y para otros una reparación histórica, Perón abandonará la modesta bóveda familiar que hoy ocupa en el cementerio de la Chacarita y emprenderá un ¿último? viaje de 64 kilómetros hasta la quinta bonaerense. Claro que su cadáver no viajará intacto: le faltan las manos, que unos enigmáticos profanadores ("Hermes y los 13") aserraron y hurtaron en 1987. Jamás aparecieron.
Una vieja costumbre. En nuestro país, la costumbre de mudar a los muertos notables de su sepulcro a lugares más pomposos no es nueva. Como se dijo, la lista es larga.
Uno de los primeros fue Manuel Belgrano, quien tuvo una muerte desangelada y un enterramiento miserable en 1820. Sus restos descansaron bajo el piso de la iglesia de Santo Domingo durante todo aquel siglo, hasta que en el año 1902 fueron trasladados al mausoleo levantado en el atrio de esa misma iglesia porteña, donde hoy se encuentran.
Su primo, Juan José Castelli, no tuvo la misma suerte; desde 1812 sus cenizas yacen bajo el mosaico de la iglesia de San Ignacio de Loyola sin una placa o, al menos, un letrero que indique el lugar exacto donde se hallan. O Bernardino Rivadavia, quien, previo paso por la Recoleta, desde 1932 duerme su sueño eterno en medio de los bocinazos y el smog de la avenida porteña que lleva su nombre, la más larga del mundo según dicen.
O Juan Bautista Alberdi, cuyos restos fueron repatriados en 1889 y sepultados en la Recoleta hasta fines de 1991, año en que fueron trasladados a San Miguel de Tucumán, su ciudad natal, y colocados dentro de un mausoleo erigido dentro de la Casa de Gobierno de aquella provincia. O José María Paz, cuyos despojos mortales viajaron hasta Córdoba y hoy se hallan en la iglesia Catedral. O Güemes. Y tantos otros. Algunos, como Manuel Dorrego o Facundo Quiroga, tuvieron doble funeral; mientras que hubo quienes, como Francisco Laprida y Esteban Echeverría, no tuvieron ninguno porque sus cuerpos no fueron hallados.
Sin embargo, nada se compara con el increíble periplo del cuerpo embalsamado de Eva Perón, el más errante de todos los cadáveres, que luego de ser secuestrado y ultrajado por los militares de la denominada Revolución Libertadora y ocultado en distintos sitios, apareció en Italia, sepultado bajo el nombre de otra persona en un remoto cementerio milanés. Tras el golpe militar de 1976, el cadáver de Eva Perón recaló en el lugar en que se halla actualmente: el cementerio de la Recoleta. Pese a que su tumba exhibe el privilegio de ser la más visitada de la necrópolis porteña, ese no es el lugar donde Evita tenía pensado dormir su sueño eterno. En su libro Santa Evita, Tomás Eloy Martínez afirma que "en julio de 1951, Evita concibió la idea de un Monumento al Descamisado, que deseaba que fuera el más alto, el más pesado, el más costoso del mundo, y que se viera desde lejos como la torre Eiffel". Ya enferma, Eva Perón alcanzó a aprobar la maqueta proyectada por el escultor italiano León Tomassi, a quien le confió que allí quería descansar cuando muriese. Pocos días antes de su muerte, el Congreso aprobó la ley 14.124, disponiendo la erección del ahora rebautizado como Monumento a Eva Perón; en el diario de sesiones constan los 84 discursos pronunciados en ambas cámaras con motivo de la sanción de aquella iniciativa. El monumento comenzó a construirse algunos años más tarde en la zona aledaña a la residencia presidencial de entonces, que se levantaba en el predio que actualmente ocupa la Biblioteca Nacional. Las obras se demoraron hasta que, con la caída del peronismo en 1955, se interrumpieron definitivamente y se borraron sus huellas.
Hubo un intento posterior de concretar una idea semejante impulsada por José López Rega, célebre por sus delirios esotéricos, quien, allá por 1974, proyectaba levantar un fastuoso Altar de la Patria para albergar al propio Perón, muerto hacía poco, junto a los principales personajes de la historia. El lugar que el siniestro personaje había escogido para el emplazamiento de este monumento funerario eran los terrenos linderos a la Facultad de Derecho, donde, incluso, se llegaron a cavar los cimientos. Afortunadamente, al tiempo López Rega cayó en desgracia y el polémico proyecto quedó abandonado.
De cualquier modo, la idea de reunir nuevamente a Perón y Evita no ha sido descartada, ya que en el mausoleo que albergará los restos del ex presidente se ha previsto un lugar preferencial para ella, si es que sus descendientes finalmente lo autorizan. Hasta que ello suceda, Perón será el único ocupante de la nueva morada.
No tiene nada de malo que el lugar de enterramiento de los personajes notables sea conocido y abierto al público. Como lo son, por ejemplo, la austera sepultura de John F. Kennedy en el cementerio de Arlington o la ampulosa tumba de Napoleón Bonaparte en Los Inválidos en París. La mayoría de los grandes líderes del siglo 20 –y Perón fue uno de ellos- fueron y son objeto de culto post mortem. Hasta el día de hoy se cuentan por miles los visitantes de las tumbas de Lenin en Moscú, de Mao en Beijing o de Francisco Franco en el Valle de los Caídos en las afueras de Madrid, sólo por citar algunos de los más conocidos.
Poder identificar y acceder al lugar donde se hallan los restos de alguien –célebre o no- es fundamental para mantener viva su memoria. Ese privilegio les fue brutalmente negado a muchos argentinos a lo largo de la historia y, recientemente, a los miles de desaparecidos durante la última dictadura militar.
El rito fúnebre sólo se completa, en nuestra cultura al menos, dando sepultura a la carne. De otro modo, queda inconcluso, lo mismo que el duelo, que entonces se hace penosamente eterno.
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