Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar murió el 17 de diciembre de 1830 en Santa Marta, Colombia, a los 47 años de edad.
Había nacido en 1783, en Caracas, Venezuela, en el seno del patriciado criollo de raíces españolas. Quedó huérfano de padre a los dos años y de madre a los nueve; criado por abuelo y tíos, recibió instrucción de excelsos maestros, como Simón Rodríguez, con quien convivió algún tiempo, y Andrés Bello. Con apenas 15 años pasó una larga temporada en Europa, de donde regresó casado con una madrileña de alcurnia, que falleció pocos meses después de regresar a América. Viudo a los veinte, no volvió a casarse, aunque pasarían muchas mujeres por su vida.
En 1805, durante un segundo viaje a Europa, juró solemnemente en el Monte Sacro de Roma libertar a su patria, inducido por Simón Rodríguez, con quien se reencontró en París. Desde entonces, consagró su vida a la lucha por la independencia americana, que comenzó en 1810, y continuó de la mano de Francisco de Miranda, el Precursor, con quien compartió la efímera experiencia de la Primera República.
Esa hora temprana fue una cambiante sucesión de victorias y derrotas. En agosto de 1813 encabezó la llamada Campaña Admirable, que culminó con la entrada triunfal en Caracas y la proclamación de la Segunda República venezolana. Sin embargo, los españoles contragolpearon y recuperaron la ciudad, y debió partir nuevamente al exilio, esta vez a Jamaica, donde redactó la famosa Carta. Después vinieron la alianza con José Antonio Páez, el caudillo llanero, y la Tercera República.
La persistente campaña libertadora dio frutos en 1819, luego de cruzar la cordillera de los Andes y liberar Nueva Granada tras la victoria de Boyacá, y dos años después a Venezuela tras la formidable batalla de Carabobo. Enseguida vinieron las victorias de Riobamba y Pichincha, y la liberación de la provincia de Quito, actual Ecuador. Con la faena libertadora completada, estuvo listo para encontrarse con José de San Martín, el Protector del Perú.
El encuentro se produjo en julio de 1822, en Guayaquil. Acordaron que fuera él quien se encargaría de erradicar el último foco realista en el Perú y concluir la guerra de la independencia americana. Con San Martín fuera de escena, envió parte de su poderoso ejército al mando de su lugarteniente Antonio José de Sucre. Más tarde bajó a Lima, donde reinaba la anarquía; se hizo proclamar Dictador y partió a las serranías en busca del enemigo. Las decisivas victorias de Junín y Ayacucho pusieron fin al dominio español en América y dieron lugar al nacimiento de la actual República de Bolivia.
Por esos días se veía a sí mismo como supremo regente de una gran nación que reuniera bajo una sola bandera a las demás, el acariciado sueño de la Patria Grande. Sin embargo, las que más tarde serían Argentina, Perú, Bolivia, Ecuador, Colombia, Chile y Venezuela recorrieron un camino que devino en la fragmentación, una estrategia auspiciada por Inglaterra.
Entretanto, su poder fue menguando: ya no era el jefe indiscutido que supo ser y le brotaban enemigos y detractores por doquier. Desbordado de conflictos, sin fuerzas para revertir la pertinaz campaña en su contra, en marzo de 1830 delegó la presidencia de Colombia y se alejó de Bogotá por el Río Magdalena. “El que sirve a una revolución, ara en el mar”, repetía, como si esa frase desangelada revelara mejor que ninguna su visión del presente.
Pensaba llegar a Cartagena de Indias para desde allí seguir a Europa, lejos de sus enemigos. Su propio círculo, corroído por intrigas y traiciones, ya no tenía la consistencia de las jornadas felices y apenas contaba con la lealtad de Manuela Sáenz, su pareja y compañera de ruta de los últimos años. La travesía fluvial duró siete meses, en medio de padecimientos físicos y malas noticias, como el asesinato del mariscal Sucre, su amigo y delfín. Un amargo periplo magníficamente narrado por la pluma de Gabriel García Márquez en “El general en su laberinto”.
Para entonces, Colombia, envuelta en un vacío de poder, tenía un nuevo presidente: Rafael Urdaneta, quien ofreció cederle el cargo que Bolívar, gravemente enfermo, no aceptó. Tampoco llegó a destino. En Santa Marta pronunció sus últimas palabras: "¡Colombianos! Mis últimos votos son por la felicidad de la patria. Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro". Sus restos descansan en el Panteón Nacional de Caracas.
San Martín lo sobrevivió 20 años; murió en Boulogne Sur Mer, Francia, el 17 de agosto de 1850, y conservó hasta el fin de sus días la miniatura con su imagen que Bolívar le entregó en Guayaquil al despedirse.
Paradójicamente, ninguno de los dos pudo ver cumplido el sueño de la Patria Grande Americana.
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