“Políticamente incorrecto”, diríamos hoy de él. “Un elefante en un bazar”, si nos atreviéramos a usar un lenguaje más llano. O “autito chocador”, rozando el límite de la prosa irrespetuosa.
Es que todo eso junto fue Domingo Faustino Sarmiento, dueño de una personalidad arrasadora, capaz de llevarse por delante lo que fuere a la hora de concretar sus ideas sin reparar en costos políticos ni en cuestiones sentimentales.
Por lejos la figura más controversial y fascinante de la historia argentina, Domingo Faustino Sarmiento osciló entre un progresismo innegable en ciertas materias y la intolerancia explícita en otras. A lo largo de su vida, en la que hizo un poco de todo, hubo tantas anécdotas que lo pintan como un adelantado de su época como arranques propios de un cavernícola.
Una auténtica versión criolla de Dr. Jekill y Mr. Hyde, que Ricardo Rojas describe en un párrafo de El profeta de la pampa: “Cuando se confronta el Sarmiento polemista con el Sarmiento pedagogo tan severo a minucias de metodología y de organización escolar, uno se desconcierta por darse tan diferentes rasgos en una sola persona”.
Dual, binario, como el personaje desdoblado de Stevenson, podía enternecerse y hasta derramar alguna lágrima si algo lo conmovía, o convertirse en un energúmeno si alguien lo sacaba de quicio. Entonces, era capaz de descender al barro y pelearse con el más pintado.
Agonal, impetuoso, de sangre caliente; transgresor nato, no admitía las medias tintas en nada, ni en las cuestiones oficiales ni en las personales, por nimias que fueren.
Desafecto a las transacciones inconducentes y a los buenos modales, tuvo enemigos a montones, y más de una vez fue acusado de arrogante, soberbio y hasta de loco.
Una larga lista de enemigos
El mayor enemigo de Sarmiento fue, sin dudas, Juan Manuel de Rosas. Combatirlo fue su más grande obsesión. Tanto que su pieza literaria mayor, el “Facundo”, más que una biografía de Quiroga, como suele presentársela, es un torpedo bajo la línea de flotación del rosismo dominante, disparado por Sarmiento desde Chile, donde estaba exiliado.
Ni siquiera José de San Martín se salvó de su mordacidad. Después que lo visitó en París, desairado por la complacencia del Libertador para con Rosas, escribió a su amigo Antonio Aberastain que “todas sus ideas se confundían”, refiriéndose al anciano general, cuya “inteligencia tan clara en otro tiempo, declina ahora”.
Su sed de revancha contra Rosas tuvo su paroxismo cuando, tras la batalla de Caseros, no trepidó en sentarse en la poltrona del Restaurador, en San Benito de Palermo, y escribir con la pluma del dueño de casa a sus amigos chilenos, en un arresto de exorcismo político.
Sin embargo, la caída de su peor enemigo, lejos de traer paz a su espíritu volcánico, exacerbó sus pasiones. Con el vencido fuera de escena, no tardó en ponerse de punta con el vencedor, Justo José de Urquiza, a quien consideraba un gaucho ignorante con ínfulas de tirano. Amoscado en realidad porque el entrerriano no lo valoró en la medida que aspiraba, se recluyó en Chile los siguientes tres años.
Para despuntar el vicio durante la espera, eligió como sparring a un jurista de nota, que por esos días moraba en el apacible pueblo de Quillota: Juan Bautista Alberdi. El contrapunto entre ambos se encendió porque el tucumano osó salir en defensa de Urquiza, denostado por Sarmiento, lo que despertó la ira del sanjuanino.
Lo que vino después fue un cruce epistolar furibundo, una catarata de agresiones, insultos y descalificaciones que quedaron asentadas en las “Ciento y una” de Sarmiento y en las “Cartas quillotanas” de Alberdi. Por supuesto, la munición más gruesa corrió por cuenta del primero, que trató al segundo de “mentecato que no sabe montar a caballo, abate por sus modales, mujer por la voz, conejo por el miedo y eunuco por sus aspiraciones políticas”. El cargador completo.
Después de esa polémica de barricada, retornó a Buenos Aires y, despojado de complejos provincianos, se enroló en el porteñismo duro, para confrontar con el mismo ardor, esta vez con los hombres de la Confederación Argentina, que desafiaban la hegemonía metropolitana desde Paraná.
A Santiago Derqui le dedicó la siguiente frase en carta a Mitre: “Le devuelvo la carta de Derqui. No he cambiado de opinión con ella. Veo el atrevimiento del estúpido abrumado por su propia obra”. Así valoraba al entonces presidente de la Confederación.
Fue ese mismo Sarmiento quien, tras el desenlace de la pulseada, escribió aquella carta fulminante
a Mitre, vencedor de Pavón: “No trate de economizar sangre de gauchos; éste es un abono que es preciso hacer útil al país”. En esa misma carta, probablemente la más desafortunada de todas, Sarmiento destila veneno contra Urquiza: “No deje cicatrizar la herida de Pavón. Urquiza debe desaparecer de la escena. Southampton o la horca”.
Metido hasta el cuello en la guerra civil que ardía en las provincias, un par de años más tarde se solazaba de la muerte del “Chacho” Peñaloza, uno de sus enemigos más acérrimos: “Sin cortarle la cabeza a aquel inveterado pícaro y ponerla en expectación, las chusmas no se habrían aquietado en seis meses”.
Ni siquiera con Mitre, su dilecto amigo, tuvo una relación pacífica, y sí en cambio algunos topetazos motivados en recelos mutuos a la hora de barajar el poder.
A medida que pasaban los años, su carácter se agriaba todavía más. En la última etapa de su vida, arremetió en sus escritos contra lo que, para él, lejos de ser un crisol de razas, era el signo de nuestra decadencia como nación.
Balance de la historia
Hasta el mismísimo día de su muerte, siguió despertando pasiones. Mientras muchos argentinos lo lloraban, algunos de sus enemigos más acérrimos celebraban su partida.
Fue símbolo de un tiempo donde con frecuencia la razón sucumbía bajo el peso de las pasiones desatadas en esa hora fundacional. Tuvo suerte: al final, pesaron más en el imaginario colectivo los aciertos que los errores.
Sin embargo, pese a que el balance de la historia lo dejó bien parado, la polémica continúa. Y lo más seguro es que continúe por mucho tiempo, porque ésa es la semilla que sembró.