San Francisco, que hoy cumple 124 años, pertenece a la segunda Argentina, la de inmigrantes y chimeneas. Es que hubo una primera, que hunde sus raíces en el tiempo más lejano, cuando San Francisco aún no existía y la región era apenas un confín transitado por pueblos aborígenes y ejércitos en campaña. Una etapa de la Historia nacional que llega a mediados del siglo XIX, cuando finalmente se completaron los atributos de Nación independiente: territorio, Constitución y símbolos propios.
Esa primera Argentina es la que tuvo un tiempo colonial, profundamente españolista; una revolución –la de Mayo- y una guerra. O varias, porque a la de Independencia le siguió la guerra interior y más tarde el conflicto que enfrentó a Buenos Aires con la Confederación. Cuando por fin se acallaron los ecos del último enfrentamiento, el país era un inmenso desierto, no había economía ni Estado; todo estaba por hacerse. Así arrancó el tiempo de la segunda Argentina, igualmente épico, aunque en otros términos.
Le tocó entonces a los hombres de la llamada Generación del ’80 hacer de arquitectos de la Nación en ciernes. Una época a la que pertenecen la ocupación del espacio productivo, el trazado de los ferrocarriles, la llegada de los inmigrantes y la educación universal, entre otras muchas realizaciones.
A esa Argentina de fines del siglo XIX, pujante y progresista, pertenece San Francisco. Su primera hora corresponde a la etapa fundacional del país moderno, el que heredamos las generaciones actuales.
Los orígenes
Hasta 1886, donde hoy se levanta la ciudad era un inmenso pajonal, sembrado de lagunas y montes ralos. Fauna silvestre y escasa presencia humana: ése era el paisaje que encontraron los colonos que eligieron estos pagos para asentarse. De allí en más, la matriz sanfrancisqueña respondió al modelo vigente en la Argentina de entonces, que los primeros pobladores replicaron fielmente en estas tierras: el campo como espacio productivo y motor del desarrollo, inmigrantes dispuestos a trabajar en él y confianza en el país que les tendía sus brazos abiertos.
Aquellos pioneros tenían en claro que estaba en sus manos aprovechar la oportunidad que se les presentaba; que el éxito o el fracaso dependería del esfuerzo propio más que de facilidades externas. Además de sus creencias confesionales, se aferraban a un valor superior, capaz de vencer la adversidad y abrir las puertas del futuro: la cultura del trabajo.
Aquella Argentina, granero del mundo, tuvo en la llamada pampa gringa uno de sus principales soportes. El circuito productivo del Este cordobés, Centro y Sur de Santa Fe, con salida natural por el puerto de Rosario, formaba parte del núcleo duro del modelo agroexportador que soplaba a más no poder. Con una diferencia a su favor: aquí no existían los grandes latifundios de la provincia de Buenos Aires ni la casta de terratenientes asociada a ellos. Aquí abundaban, en cambio, colonos minifundistas que trabajaban de sol a sol junto a sus familias. Pudieron haber existido, como de hecho existieron, algunas pinceladas de esa otra Argentina opulenta y europeizante de la época, pero no alcanzaban a dar el tono general. Que sí lo daban los usos y costumbres de los inmigrantes del Norte de Italia que adoptaron esta tierra como propia y, palmo a palmo, a fuerza de sacrificio, la ganaron para la producción. Y así, ora luchando contra el granizo, ora contra la sequía o la langosta, fueron levantando cosecha tras cosecha y construyendo un destino común. Para nada exento de penurias, pero recargado de esperanzas la vez.
En tiempos del primer Centenario, San Francisco, ombligo de la región aledaña, ya presentaba fisonomía de ciudad –lo era de acuerdo a la ley por contar con más de 4.000 habitantes-, con una intensa actividad comercial y comunitaria. Sin embargo, el desarrollo industrial era escaso, ligado más que nada a la molienda de cereales y a la elaboración de alimentos y bebidas de consumo masivo, siendo Tampieri –la primera fábrica de fideos- la industria emblemática de la época.
Con el paso de los años, esa tónica predominantemente rural comenzó a mixturarse con una industria incipiente al comienzo, y vigorosa después. Al principio, pequeños talleres artesanales, con muy pocos empleados, casi todos vinculados a las labores agrícolas y a sus requerimientos. En coincidencia con lo que pasaba en el resto del país, en la década de 1920 asoman industrias de nuevo cuño, como la legendaria fábrica de sillas Magnano, de proyección nacional.
El despegue
La crisis mundial de 1929 marcó el fin del modelo agroexportador, obligando a su vez a los países a suplir los bienes provenientes del exterior con producción local. Este nuevo modelo, llamado de sustitución de importaciones, tuvo su correlato en San Francisco, que vio surgir la industria manufacturera que dominará la escena durante las décadas siguientes.
A esta primera hora industrial corresponde el nacimiento de establecimientos como Corradi, dedicado a la fabricación de motores eléctricos, y muchos otros. La formación de recursos humanos corría por cuenta de la Escuela del Trabajo, hasta que la instalación de la Fábrica Militar dio lugar a un verdadero semillero de artes y oficios.
Y así surge Godeco, la primera fábrica de máquinas de coser, y florece el rubro de máquinas – herramientas, convirtiendo en poco tiempo a San Francisco en un polo industrial por excelencia, despegado ya de la primigenia dependencia del sector agrícola. Para la misma época –década del 40-, Cleri fabrica bicicletas y el frigorífico Felmar abre sus puertas. Y poco después se sumarán firmas como Venier, Del Fabro, Solé, Kopp, y numerosos talleres metalúrgicos de tornería, matricería y fresado.
Los años ’50 y ’60 sorprenden a la industria sanfrancisqueña en plena expansión, capaz de ocupar mano de obra y abastecer no sólo al mercado interno sino a la exportación. Un torbellino fabril que fue bruscamente frenado en 1976, cuando la política económica de la dictadura militar golpeó en pleno rostro a la industria nacional, colocándola al borde de la desaparición.
El presente
Lo que vino después es historia reciente. Marchas y contramarchas, despertares y ocasos sucesivos hasta que, tras la crisis de fines de 2001, el país remontó la cuesta a favor del súbito cambio de tendencia de los precios de los commodities y de la recuperación del mercado interno.
Entonces San Francisco volvió a florecer. Impulsado nuevamente por las dos turbinas productivas que están presentes en su matriz original: el campo y la industria. Las que empujan a su vez hacia arriba al comercio, los servicios y la construcción, dotándola de una economía integrada. Como en sus mejores tiempos, este nuevo aniversario de la ciudad la encuentra en pie, con su potencialidad desplegada a pleno y confiada en su destino virtuoso, de plaza próspera y progresista como siempre lo fue.
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