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Pellegrini, piloto de tormentas

Carlos Pellegrini murió el 17 de julio de 1906, siendo aún un hombre joven. “El Gringo” –así lo apodaron sus contemporáneos- fue la figura emblemática del orden conservador que gobernó ininterrumpidamente el país hasta 1916.

Su actuación política comenzó en 1872, cuando a los 26 años de edad ya ocupaba una banca en la Legislatura bonaerense en representación del alsinismo. Esta vez, la tercera había sido la vencida, ya que con anterioridad el empecinado Pellegrini se había postulado dos veces sin éxito. A partir de ese momento se convirtió en un protagonista notable de la vida política argentina, siendo sucesivamente diputado nacional (1873), ministro de Gobierno de la Provincia de Buenos Aires (1878), ministro de Guerra de la Nación (1879), senador nacional (1881), otra vez ministro de Guerra (1886), vicepresidente de la Nación (1886), presidente de la Nación (1890), nuevamente senador nacional (1895) y –ya en las postrimerías de su vida-, diputado nacional (1906). Sin embargo, más allá de la extensa lista de cargos que ocupó a lo largo de los años, su mayor aporte a la construcción de la joven nación fueron sus ideas progresistas y la convicción con la que las defendió en todos los terrenos en que le tocó actuar.

Ferviente defensor de la industria, descolló en los vibrantes debates de 1875 en ocasión del tratamiento de la ley de aduanas. En medio de la dura polémica desatada entre “proteccionistas” y “librecambistas” o “aperturistas”, Pellegrini asumió la defensa de la producción nacional y del trabajo argentino, seriamente amenazados por la invasión de manufacturas extranjeras.

En el transcurso de aquellos ardorosos debates, al mismo tiempo que gesticulaba con vehemencia y retorcía la punta de sus bigotazos, alzaba su vozarrón para hacer oír sus verdades: “¡Sin industria no hay Nación!”, era el remate obligado de sus encendidos discursos a favor de la industrialización del país. Amante de las carreras de caballos, cada vez que visitaba Europa no perdía oportunidad de presenciar los derbys más famosos. Fue, precisamente, en una elegante mesa parisiense, junto a algunos de sus amigos más dilectos, donde se decidió fundar el Jockey Club argentino, del que fue el primer presidente y gran animador.

Tiempos difíciles “Ya se fue, ya se fue / el burrito cordobés”, coreaban alborozados los autores del “fragote” cívico militar –conocido como “Revolución del Parque”– que en julio de 1890 hirió de muerte al vapuleado gobierno de Juárez Celman. El “unicato” no resistió el embate de los muchos opositores que se supo ganar en sólo cuatro años de gobierno y el presidente que pretendió imponerlo debió abandonar tempranamente su cargo. Le tocó entonces al vicepresidente, Carlos Pellegrini, hacerse cargo de la compleja situación. Pese a no ser “del riñón” del cordobés, “el Gringo” había integrado la fórmula del Partido Autonomista Nacional (PAN) por dos razones: la primera, por su prestigio personal, y, la segunda, para introducir una pata porteñista a la dupla que llevaría por cuarta vez consecutiva un hombre del interior a la cabeza (los tres anteriores habían sido Sarmiento, Avellaneda y Roca). Desde su puesto –aunque mantuvo un bajo perfil, viajando a menudo al exterior–, Pellegrini advirtió las claras señales de la crisis que se avecinaba y que Juárez Celman desdeñaba, alucinado por el espejismo de riqueza fatua que envolvía a las clases dominantes en ese tiempo. En cuatro años, la deuda del Estado había trepado de 25 millones de pesos oro a 350 millones y la devaluación del peso era incontenible. El final estaba cantado. Para aceptar la presidencia, Pellegrini puso como condición que un grupo de banqueros, terratenientes y comerciantes fuertes suscribieran un empréstito por 15 millones de pesos para evitar el default. Logrado este propósito, sentado ya en el sillón de Rivadavia, debió poner en juego toda su “muñeca” política y capacidad de estadista para sacar al país del atolladero en que se encontraba.

Junto a su ministro de Hacienda, Vicente Fidel López, logró sanear las finanzas y estabilizar la moneda, creando de ese modo las condiciones para la normalización institucional de la Nación. Durante su gestión, se crearon la Caja de Conversión y el Banco de la Nación Argentina. La pericia demostrada por Pellegrini llevó a Paul Groussac a bautizarlo como “el piloto de tormentas”.

El país estaba soliviantado por la encarnizada oposición de los “cívicos”, la nueva fuerza que había alumbrado en la Argentina finisecular. En mayo de 1891, se eligieron senadores en la Capital Federal, y, pese al esfuerzo oficial, la fórmula opositora Aristóbulo del Valle-Leandro N. Alem se alzó con el triunfo. El interior, entretanto, seguía convulsionado. En medio de esa turbulencia, el país se encaminaba hacia los comicios presidenciales de 1892. Roca desbarató la atractiva fórmula de unidad Bartolomé Mitre-Bernardo de Irigoyen e impuso la que finalmente integraron Luis Sáenz Peña y José Evaristo Uriburu. Con esa maniobra maquiavélica, “el Zorro” desarticuló la alianza opositora y obligó a la flamante Unión Cívica Radical a enfrentar las elecciones con candidatos propios. Finalmente, los radicales declararon la abstención y la fórmula oficialista resultó proclamada en los comicios del 10 de abril de 1892. Pellegrini entregó el mando el 12 de octubre de ese año y se alejó momentáneamente de la actividad pública. Ahora tendría más tiempo para disfrutar del balneario de moda, Mar del Plata, punto de cita obligado de las familias aristocráticas porteñas.

Relación con Roca y la salud La relación entre Pellegrini y Roca era de respeto mutuo. Aunque no eran amigos, ambos ejercían la conducción del PAN, el partido gobernante, desde 1880. Más allá de circunstanciales diferencias, ambos se sabían –y de hecho lo eran– los principales sostenes del sistema de poder dominante. Esta situación quedó patentizada a medida que se acercaba el turno electoral de 1898, ya que los dos posibles candidatos del oficialismo eran, precisamente, Roca y Pellegrini. El primero tenía su base de apoyo en el interior, mientras que el segundo –en ese momento senador nacional- suscitaba mayores adhesiones en Capital y provincia de Buenos Aires. A medida que se acercaba el fin del mandato de Uriburu (había sucedido a Sáenz Peña tras la muerte de éste), Roca redobló la presión sobre los gobernadores leales. En la otra vereda, aunque muchos se lo pedían, Pellegrini dudaba en aceptar la candidatura. Pensaba que si lo hacía, en el acto Roca y Mitre se unirían en su contra, rompiendo el oficialismo, y él no quería unirse a los radicales, aunque Hipólito Yrigoyen lo esperaba con los brazos abiertos. Otro que “empujaba” fuerte era su amigo Miguel Cané, ministro en París, y ni qué hablar de la juventud del partido, que se oponía tenazmente a la candidatura de Roca. Sin embargo, el país se hallaba envuelto en un grave conflicto con Chile, y Pellegrini pensaba que no era buen momento para generar discordias internas. Para poner punto final al asunto de la candidatura, un día reunió en su casa a sus amigos y les dijo que lo mejor era despejar el camino de Roca hacia la presidencia para, de esa manera, presentar un frente unido y disuadir a Chile de una guerra inútil. Hubo decepción en los rostros de quienes escuchaban, pero todos comprendieron la lógica irrebatible del argumento esgrimido y apreciaron la grandeza del amigo. Al poco tiempo, Pellegrini partió una vez más al Viejo Mundo. Por razones de salud, dijeron unos, para poner distancia, aseguraron otros. Como sea, Pellegrini aprovechó su estancia en París para efectuar consultas médicas. Su salud estaba resentida y en los últimos tiempos había perdido 20 kilos de peso. Los facultativos le recomendaron internarse en una clínica de la campiña normanda, pero el enfermo sólo consintió un tratamiento ambulatorio, consistente en ingestión diaria de pancreatina, dieta rigurosa y vida reposada. A Carolina Lagos García, su compañera desde 1871, le tocó lidiar con la terquedad de su marido, obligándolo a respetar los consejos médicos. Pese a los cuidados de “la Gringa”, la salud de Pellegrini empeoró, al punto de merecer la atención de Dupré, el mejor neurólogo de Europa en esa época. El eminente especialista le prescribió “puntas de fuego en el cerebelo”, un tratamiento de reciente aplicación, que el enfermo aceptó de mala gana y que dio escasos resultados. Una nueva consulta, esta vez con el profesor Lanceraux, le produjo una mejora notable, tanto que al cabo de un corto tiempo, Pellegrini partió junto a su esposa en un tour que lo llevaría a Bélgica, Holanda y Alemania. Después de un año y medio fuera del país y recuperados sus 100 kilos de peso, el 15 de julio de 1899 emprendió el regreso a la Argentina.

Al viajero le desvelaba una sola cosa: el reencuentro con Roca, que desde 1898 ejercía su segundo mandato presidencial. En Buenos Aires lo esperaba un recibimiento entusiasta. La primera parada, como no podía ser de otra manera, fue en la “paqueta” sede del Jockey Club sobre la calle Florida, inaugurada en 1897. A poco de llegar, Pellegrini se puso a trabajar en el proyecto de ley de convertibilidad, que fijaba la paridad del peso en 44 centavos oro. De esta manera, sostenía, se consolidaba la Caja de Conversión creada hacía ya 10 años y se justificaba su utilidad. La ley fue aprobada, pero la salud del legislador volvió a resentirse. En agosto de 1900 partió nuevamente a Europa, esta vez por encargo de Roca, que le encomendó sondear en Londres la unificación de la deuda externa argentina. Desde 1824, el país arrastraba diversos empréstitos –más de 30– con distintas tasas de interés, garantías y plazos. La idea de Roca era canjear toda esa deuda por un título único, al cuatro por ciento anual, garantizado con un porcentaje de los ingresos aduaneros, principal fuente de ingresos del país. Si bien la iniciativa era plausible, la reacción de la opinión pública fue adversa y lo menos que se dijo es que se trataba de una infame traición a la patria. Por esos días, Pellegrini fue blanco de furibundos ataques de la oposición y su vivienda fue apedreada por una turba, recibiendo el dueño de casa –que salió a enfrentar a los agresores- un impacto en la frente. Pese a todo, a un alto costo político, el proyecto obtuvo media sanción del Senado, donde la participación de Pellegrini fue decisiva para su aprobación. Sin embargo, atribulado por las críticas, Roca mandó a retirar el proyecto de Diputados sin consultarle. Este episodio indignó a Pellegrini y marcó el fin de la relación entre ambos, además de provocar una grieta insalvable en la alianza de poder. Por otra parte, a diferencia de Roca, Pellegrini pensaba que era hora de democratizar los mecanismos electorales si se querían evitar males mayores. Entretanto, se acercaba la elección presidencial de 1904 y Roca vetó públicamente la candidatura de su conmilitón, dando su apoyo a la fórmula Manuel Quintana-José Figueroa Alcorta, que resultó triunfante en los comicios de aquel año. En 1906, distanciado definitivamente de Roca, Pellegrini ganó las elecciones de diputados como candidato de una coalición que él mismo forjó. Pero su presencia en el Congreso se haría cada vez más espaciada.

Una muerte temprana Pellegrini no llegó a cumplir 60 años. Murió el 17 de julio de 1906. Ese mismo año, pocos meses antes, habían fallecido Bartolomé Mitre y Manuel Quintana, el presidente en ejercicio. Las exequias se realizaron con toda la pompa. Se lo veló primero en su domicilio y luego en la Casa de Gobierno, donde el desfile de público fue incesante. Roca, que se hallaba en Londres, envió sus condolencias a la viuda. El cortejo fúnebre partió el día 19 las 10 de la mañana, dirigiéndose primero a la iglesia Catedral, donde se rezó la misa de cuerpo presente.

En las escalinatas aguardaba la Comisión Directiva del Jockey Club en pleno. La cureña que transportaba el ataúd era tirada por seis caballos, conducidos por un teniente y seis cadetes del Colegio Militar de la Nación. Un toque de clarín y una salva de cañón anunciaron el arribo del séquito al cementerio de La Recoleta. Antes de ingresar a su última morada, en solemne ceremonia, los restos de Pellegrini fueron despedidos por numerosos oradores.

A 99 años de su muerte, muchas de sus ideas siguen vigentes.

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