El 6 de abril, en el año 1811, cuando aún no se sabía que Mariano Moreno había muerto en altamar, sus adversarios, con Cornelio Saavedra a la cabeza, liquidaron una oposición sin jefatura.
Tras la renuncia de Mariano Moreno, Cornelio Saavedra consolidó su poder. Después de una feroz pulseada que duró varios meses, el presidente de la Junta había logrado sacarse de encima al molesto secretario. La alianza con el deán Funes y los demás diputados del interior le aseguraba el control del gobierno. Los morenistas, entretanto, con su jefe ausente, intentaron reagruparse en la llamada Sociedad Patriótica, que tenía su sede en el famoso café de Marcos. En eso estaban cuando se descargó sobre ellos el golpe de gracia.
El 5 de abril de 1811, poco antes de la caída del sol, la plaza de la Victoria comenzó a poblarse de caras extrañas. Eran habitantes de los suburbios que, taciturnos y envueltos en sus ponchos, llegaron hasta allí, decían, convocados por los alcaldes barriales para plantear sus exigencias a las autoridades del Cabildo. Un piquete, podría decirse. Nadie se sorprendió cuando, al día siguiente, aquellos personajes, después de pasar la noche bajo las arcadas de la Recova, pitando y tomando ginebra para matar el frío, revelaron el contenido del pliego pergeñado por un abogado llamado Joaquín Campana: demandaban la inmediata renuncia y el destierro de los amigos y partidarios de Moreno y que, entre otras cosas, Belgrano rindiese cuentas por los pobres resultados de la campaña del Paraguay. Con todo se cumplió. Entonces, desalojaron la plaza. Fue el tiro del final para el agonizante morenismo. Las consecuencias no tardaron en hacerse sentir. La lista de desterrados era larga: French, Berutti, Vieytes, Donado, Larrea, Azcuénaga y Rodríguez Peña, entre otros. Todos adversarios de Saavedra. La vida parecía sonreírle al hombre fuerte del momento, pero no por mucho tiempo: la realidad, que suele tener tanto de impiadosa como de impredecible, no tardó en asestarle un rudo golpe del que no pudo reponerse: la derrota de Huaqui a manos de los españoles y, con ella, la pérdida del Alto Perú. Eso fue el 20 de junio de 1811 y borró a Saavedra del mapa. Poco después, en setiembre, la tambaleante Junta Grande naufragó del todo y nació el Primer Triunvirato, que no significó sin embargo un resurgimiento del morenismo: quien pasó a manejar los hilos del nuevo y sucinto Poder Ejecutivo fue su avispado secretario político: Bernardino Rivadavia.
Pocos meses después, en marzo de 1812, arribó al puerto de Buenos Aires la George Canning, traía abordo a Carlos de Alvear y José de San Martín, y con ellos la semilla de la logia que en octubre de ese año volteó al Triunvirato rivadaviano y tomó el control formal del gobierno y de la Guerra de la Independencia. Para entonces, casi no quedaban morenistas en escena. De allí en más fue aquella sociedad secreta la que manejó los hilos del poder, al menos en Buenos Aires, y designó, sucesivamente, a los integrantes del segundo Triunvirato y a los directores supremos que vinieron más tarde y gobernaron hasta 1820, cuando los caudillos del Litoral decretaron el fin del gobierno central.
El final de los amigos de Moreno
Tras la desaparición física y política de su jefe, muerto en altamar, ningún morenista volvió a ocupar cargos expectables y sí, en cambio, la mayoría de ellos, perseguidos y difamados, corrieron la peor de las suertes. La primera baja de este bando fue el sacerdote Manuel Alberti que, sin ser un revolucionario a tiempo completo como sus colegas, solía acompañar las posiciones del secretario de la Primera Junta. Murió de un infarto en enero de 1811, tras una recia discusión con el ascendente deán Funes.
Lo siguió, en marzo de 1812, Juan José Castelli, devastado por el proceso que lo llevó a la cárcel y por un implacable cáncer de lengua. Nada menos que él, que había sido el "Orador de la Revolución".
El bando morenista sufrió otro sacudón en abril de 1815, cuando la caída del director supremo Carlos María de Alvear arrastró, a su vez, a dos de sus principales espadas: Bernardo de Monteagudo, que debió exiliarse temporalmente en Europa, y Nicolás Rodríguez Peña, extrañado a Cuyo, desde donde pasó a Chile. Ninguno de los dos volvió a tener gravitación en la política porteña, aunque el primero se recicló con San Martín y lo acompañó en Lima, donde fue asesinado en 1825. Otro conspicuo y entusiasta animador de la primera hora, Hipólito Vieytes, murió el 5 de octubre de 1815, víctima de la fiebre y la pesadumbre.
Uno de los pocos amigos de Moreno que siguió en carrera, Manuel Belgrano, tuvo que trasegar en las peores refriegas, las que se desarrollaban en el lejano y fatídico Alto Perú. En 1820 volvió enfermo y desesperanzado a morir en Buenos Aires. French y Berutti, dos seguidores incondicionales de Moreno, fueron alejados del gobierno y de la política rioplatense en 1811. Berutti, militar de profesión, fue luego oficial del Ejército de los Andes, en tanto que French debió exiliarse en Estados Unidos junto a Manuel Moreno, hermano de Mariano. Otro morenista, Juan Larrea, fue también arrastrado por la purga de abril de 1811 y removido de sus funciones, para sufrir, además, la confiscación de sus bienes y un destierro a San Juan. Un par de años más tarde fue uno de los miembros más activos de la Asamblea de 1813, pero en 1815 volvió a sufrir la persecución política y el exilio forzoso. Don Miguel de Azcuénaga, barrido por la escoba saavedrista, tuvo que exiliarse en Mendoza.
Epílogo
Como se ve, ni Mariano Moreno, ni sus ideas radicales, ni siquiera sus seguidores más fieles, perduraron mucho tiempo. El objetivo independentista finalmente se consiguió, sí, pero fueron otros los hombres que condujeron la suerte de la Revolución y la guerra que le siguió, dejando en el camino muchos de los ideales de Mayo.
Sin embargo, y pese al escaso tiempo que ocupó el primer plano, Mariano Moreno quedó en la historia como la llama de la Revolución, como el hombre que defendió con mayor fervor los principios republicanos y la condición ciudadana frente a otros, como Saavedra, que tuvieron actitudes más tibias e, incluso, retardatarias.
Aun así, hay quienes piensan que unos y otros eran las dos caras de una misma moneda: la de una revolución signada por la dualidad. Como fuere, la pregunta que queda flotando es cuál hubiera sido el curso de los acontecimientos si Moreno no desaparecía prematuramente de la escena, si aquella llama no se hubiera apagado antes de tiempo. Doscientos años después, el interrogante sigue abierto.
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