La efeméride patria es el 25 de mayo. Sin embargo, bien podría serlo el 22 de ese mes porque ese día se jugó la mano brava que destrabó los acontecimientos ulteriores. Veamos cómo fueron las cosas y cuánto tuvieron que ver en esa jornada líderes formados en nuestra Córdoba.
Un Cabildo Abierto no era cosa de todos los días. Se convocaba en contadas ocasiones, y sólo cuando algún asunto mayor justificaba citar a los vecinos. Que por cierto no lo eran todos, porque esa categoría estaba reservaba a quienes reunían los requisitos necesarios para sortear el derecho de admisión que se reservaban para sí las puntillosas autoridades coloniales. Naturalmente, la chusma, el populacho, o como fuere que se llamase a la gente baja, quedaba excluida.
Y esa vez el asunto era bien peliagudo. La real acefalía producida en España a raíz de la invasión napoleónica había repercutido en las colonias americanas, donde los más avispados entrevieron la oportunidad de sacarse de encima a los Borbones y formar un gobierno propio.
En Buenos Aires, la jugada venía preparándose desde hacía tiempo en lo de Rodríguez Peña, uno de los dueños de la jabonería –el otro era Hipólito Vieytes- donde, además de los dueños de casa, solían reunirse Manuel Belgrano, Juan José Paso, Juan José Castelli, Domingo French y Antonio Beruti. La caída de la Junta de Andalucía, el último bastión leal a la Corona española, apresuró los tiempos. Ahora o nunca, fue la consigna susurrada en la alta madrugada, cuando los velones de sebo chisporroteaban sus últimos destellos.
De acuerdo al plan trazado esa noche, le tocó a Belgrano, acompañado por Cornelio Saavedra, comandante de los Patricios, entrevistar al alcalde de primer voto Juan José Lezica para que, con la venia del virrey Cisneros, se convocara a un congreso general de vecinos. A Juan José Castelli se le encomendó la misma gestión ante el influyente síndico procurador Julián de Leiva.
Impuesto por los suyos de la novedad, Cisneros, de mala gana, pidió entrevistarse con los principales jefes militares antes de considerar el pedido. En el cónclave, celebrado en el despacho principal del Fuerte, el virrey les espetó a los presentes que aún quedaba en pie el Consejo de Regencia y quiso saber “si ustedes me van a apoyar o no”, según sus propias palabras. Circunspecto como siempre, Saavedra respondió al atribulado virrey que “apoyaremos lo que resuelva el Cabildo abierto”. Comenzaba la cuenta regresiva.
La previa
La convocatoria quedó fijada para el día 22 de mayo. Para no correr riesgos, las autoridades dispusieron que sólo participarían los vecinos de distinción, a quienes se cursarían esquelas nominales para evitar la presencia de intrusos indeseables. Por las dudas, se montaría además un estricto control en las bocacalles aledañas al Cabildo; nadie cuyo nombre no figurase en la selecta lista podría colarse en el recinto de las deliberaciones.
En el seno del grupo revolucionario las opiniones estaban divididas. Es una trampa, dijeron algunos, lo único que quieren es ganar tiempo. Saavedra, presente en ese cónclave, sabía que a esa altura algunos desconfiaban de él. Para tranquilizarlos, aseguró que todo estaba bajo control, que sus hombres custodiarían la plaza. French y Beruti entrecruzaron miradas cómplices: sus piquetes se encargarían de que no pase ningún monárquico, nadie que no luciera las cintillas identificatorias. Además tenían esquelas en blanco para invitar por su propia cuenta. Los jefes de la “Legión Infernal” habían tomado sus propios recaudos.
El martes 22, a la hora convenida, sólo se presentaron 251 de los 450 invitados. Entre los presentes había comandantes y oficiales de los distintos regimientos, el clero en pleno, burócratas coloniales temerosos de perder sus puestos, abogados, comerciantes y vecinos. Sugestivamente, la mayoría de los ausentes era gente que respondía al virrey. Como fuere, la sesión comenzó con los presentes.
Cabildo Abierto
El primero en disertar fue el obispo Benito de Lué y Riera. Ataviado con sus mejores galas y portando un ejemplar de las Leyes de Indias en sus manos, embistió con todo: “El mando sólo podrá a venir a manos de los hijos del país cuando ya no hubiese quedado un solo español en América”.
Cuando concluyó su perorata, el ambiente se cortaba con un cuchillo. “Escandalizó al concurso tan desatinado dictamen. Los doctores Juan José paso y Juan José Castelli, irritados de él y del aire con que el obispo lo produjo, tomaron la palabra para rebatirlo”, escribió Cornelio Saavedra en sus Memorias.
Castelli y Paso se conocían bien. Pese a que el segundo le llevaba seis años al primero, ambos habían pasado más o menos en la misma época por las aulas cordobesas del Real Colegio Convictorio de Nuestra Señora de Monserrat. Lo de Real, porque en tiempos coloniales todo era del Rey. Lo de convictorio, porque la institución incluía internados para los estudiantes de otras provincias como fue el caso de ellos. Y lo de Nuestra Señora de Monserrat, en honor a la Virgen. Ambos estudiaron allí cuando, tras la expulsión de los jesuitas, el colegio era dirigido por los franciscanos.
Castelli había recalado en Córdoba siendo adolescente, enviado por su padre que lo quería colocar en la senda del sacerdocio. Cumplido el ciclo inicial, en 1779 emigró a Chuquisaca para seguir en aquella universidad altoperuana la carrera de Leyes, su verdadera vocación. Ese mismo año, Juan José Paso obtenía las borlas doctorales, permaneciendo en Córdoba todavía dos años más enseñando Filosofía. Luego se radicó en Lima, donde ejerció la profesión hasta que regresó a Buenos Aires.
Los dos monserratenses serán los grandes protagonistas de la jornada.
De acuerdo a lo convenido, Juan José Castelli se levantó de su asiento y, echando atrás su capa, pidió la palabra. Con singular elocuencia, demolió uno a uno los argumentos del obispo. Que tras la disolución de la Junta de Andalucía y con el rey preso de los franceses, no quedaba gobierno legítimo en España, arengó, desdeñando la representatividad del Consejo de Regencia formado de apuro. Que, dada la situación de acefalía, los derechos de soberanía revertían al pueblo, agregó, para que éste pueda darse su propio gobierno.
Como último recurso, el fiscal Manuel Villota replicó que mal podía Buenos Aires resolver por sí una cuestión que excedía su jurisdicción. Fue entonces, en palabras de don Félix Luna, “cuando Juan José Paso, político muy hábil y muy fino, apeló al argumento de la ‘hermana mayor’, diciendo que Buenos Aires actuaba en esta emergencia como tal, en custodia de los bienes e intereses de sus hermanas y que, desde luego, se comprometía a convocar a los delegados de otras ciudades para que homologasen la decisión de sustituir al virrey”. No había tiempo que perder. Un tercer monserratense, el sacerdote Manuel Alberti, seguía atentamente las exposiciones desde su asiento, decidido él también a jubilar al virrey.
A esa altura, el bando españolista lucía desconcertado. A votar, a votar, presionaron los criollos aprovechando la confusión. Restaban aún algunos discursos, pero la suerte estaba echada. Una abrumadora mayoría, incluido el voto de los del Monserrat y del sargento mayor Juan Bautista Bustos, presente en la sesión, aprobó el apartamiento de Cisneros y facultó al Cabildo a nominar los integrantes de la junta provisional. Por lo avanzado de la hora, ese trámite quedó para el día siguiente.
Así las cosas, parecía que los patriotas se saldrían nomás con la suya, pero no se imaginaban que los burócratas del Cabildo tratarían de torcer la voluntad de los vecinos. Grande fue la sorpresa cuando se supo que el nuevo gobierno, del que formaban parte Saavedra y Castelli, estaba encabezado por el mismísimo virrey depuesto. En la tarde del día siguiente, 24 de mayo, se instaló oficialmente la junta. Esa noche hubo un gran revuelo en lo de Rodríguez Peña y, tras una agria discusión, los dos representantes del grupo, Saavedra y Castelli, anunciaron que renunciarán a sus cargos. El sol del 25 venía asomando.
Los tres monserratenses citados en la nota formaron parte de la Primera Junta que alumbró aquel día.
In memoriam
Manuel Alberti falleció a comienzos de 1811, de un ataque al corazón. Juan José Castelli murió en 1812, víctima de un cáncer de lengua; triste final para quien se había ganado el mote de Orador de la Revolución. Había cumplido 48 años y su estrella se había apagado súbitamente tras la azarosa campaña al Alto Perú.
Juan José Paso, entretanto, falleció en 1833, a los 75 años de edad, dejando atrás una vasta trayectoria pública que alargó su protagonismo político más que el resto de sus compañeros de ruta.
Todos ello fueron protagonistas de la primera hora de la Patria.
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