En mi tiempo escolar —década del sesenta— las enciclopedias eran las reinas de la biblioteca del hogar. Sus lomos alineados con grandes números romanos, destacaban en el estante junto a los demás —pocos o muchos— libros de la familia.
No eran baratas, quizás por eso —y su probada utilidad— quien tenía el privilegio de poseer una, la trataba y cuidaba casi como a un ser vivo. Quien no, recurría a los compañeros felices poseedores o a las bibliotecas públicas, pero nadie prescindía de ellas.
La que llegó a mis manos era la colección “Lo sé todo”, de Editorial Larousse. Eran doce tomos de cuidada edición y profusas ilustraciones a color que abarcaban todo; porque aquella enciclopedia, valga la redundancia, lo sabía todo. O, al menos, era la sensación que nos dejaba a los usuarios que, infaliblemente, hallábamos lo que buscábamos: un mapa, una pintura famosa, una constelación. Lo que fuere, allí estaba.
Eran el escalón superior de los manuales escolares —Kapeluz o Estrada, los más conocidos—, algo así como un vehículo de mayor cilindrada o un telescopio más potente. También estaban los llamados diccionarios enciclopédicos, pero no eran lo mismo.
Lo bueno del caso era que el uso cotidiano alimentaba un círculo virtuoso, una gimnasia benéfica de búsqueda, interpretación y ulterior aplicación del dato buscado. No existía la opción “cortar y pegar”, de modo que, una vez hallado, había que transcribirlo a mano, resumirlo e insertarlo en la tarea respectiva.
Los más afectos a la lectura, solíamos usarlas en los ratos libres como material de lectura, para asomarnos a la Antigua Roma o al Egipto de los faraones sin que la maestra lo requiriera.
Todo eso pertenece a otro tiempo, devorado por el vértigo y la inmediatez de la era digital. Hoy, aquellas enciclopedias se ofrecen como artículos vintage en los anuncios de E commerce.
Tengo de ese tiempo escolar un recuerdo entrañable, a la par de una gratitud vitalicia por la enseñanza “enciclopedista” recibida.
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