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Libros que hicieron historia

Se supone que los libros están destinados a narrar la historia. A dar cuenta de los hechos, no a provocarlos. Sin embargo, desde tiempos inmemoriales, hubo libros que obraron como disparadores de acontecimientos históricos.

El libro fue desde siempre un vehículo eficiente de ideas transformadoras concebidas por el hombre. Muchos eventos históricos se desencadenaron a partir de un libro, lo mismo que ciertos movimientos seculares se expandieron gracias a determinados libros, alcanzando dimensión universal y trascendencia temporal.

La materialización de la palabra data de tiempos inmemoriales, desde que el hombre primitivo tallaba o pintaba petroglifos en las paredes de las cavernas. Después vinieron las tablas de arcilla y la escritura cuneiforme de los sumerios, los pergaminos de los hebreos fabricados con piel de animales, los papiros que los egipcios obtenían de la planta acuática del mismo nombre, la seda de los chinos y las hojas de palma de la India. Cualquier soporte servía a nuestros antepasados para dejar testimonio de símbolos y palabras, poniéndolos a resguardo de la inmediatez y tornarlos imperecederos.

La mayoría de los textos antiguos eran religiosos. La Biblia fue uno de los primeros, igual que la Torá de los hebreos y, más tarde, el Corán de los musulmanes. Convertidos todos ellos en manuales de conducta antes que en relatos inertes o puramente catequísticos.

La biblioteca de Alejandría, la más ecuménica de todas, llegó a contar con más de medio millón de rollos, como llamaban los helénicos a los libros de entonces; pero había otras, diseminadas en el mundo clásico, especialmente en Grecia y Roma. Las primeras obras épicas, como La Ilíada y La Odisea, pertenecen a ese tiempo. Igual que los poemas de Horacio y Virgilio y los memorables discursos de Cicerón.

En la Edad Media aparecieron los códices, conservados hasta hoy en catedrales y museos. Eran tomos de gran tamaño, algunos gigantescos, escritos y decorados a mano por pacientes monjes en monasterios y abadías. La mayoría reproducía textos religiosos, pero también sobrevivieron tratados de Medicina, partituras musicales y artes en general. Cuando no, textos esotéricos ligados a cultos diabólicos, supersticiones y supercherías propias de una época oscura.

A ese tiempo histórico pertenecen obras entrañables como el Decamerón de Boccaccio, La divina comedia del Dante y las legendarias Mil y una noches. Y Los viajes de Marco Polo o el Imago Mundi, que inspiraron a Colón y tantos navegantes avezados.

De Gutenberg para acá La imprenta marcó un antes y un después en la historia del libro. Ese prodigioso aparato, patentado por un inventor alemán, allá por 1450, más la consolidación del papel como soporte principal, obraron maravillas. Justo cuando despuntaba el momento más glamoroso de la humanidad, el Renacimiento, irrumpía el genial William Shakespeare y Cervantes paría El Quijote, la obra cumbre de las letras españolas.

En el siglo XVIII, la erudita Enciclopedia, compilada por científicos y escritores franceses, condensa la obra de los iluministas –Montesquieu, Rousseau, Voltaire- que pusieron a Francia en la ruta de la más grande revolución de todos los tiempos. De Napoleón, se ocuparía más tarde León Tolstoi, en su legendaria Guerra y paz. A su turno, la Revolución Industrial inspiró libros emblemáticos, a favor y en contra del naciente capitalismo, como La riqueza de las naciones, de Adam Smith,  y El Capital, la obra cumbre de Karl Marx, que encendió la revolución proletaria en la Rusia zarista. En tanto que La cabaña del tío Tom denunciaba la esclavitud en Norteamérica.

Ya en el siglo XX, el libro está presente en la matriz de las ideologías emergentes y en la concepción de los líderes contemporáneos. Mi lucha, es el título elegido por Adolf Hitler para sintetizar el ideario nacionalsocialista. La contratara es El diario de Ana Frank, editado décadas más tarde. Por quién doblan las campanas, de Ernest Hemingway, relata las vicisitudes de la guerra civil española.

En tiempos de posguerra, aparecieron libros que brindaron el andamiaje de la lucha anticolonial, como Los condenados de la tierra, de Franz Fanon. En la lejana China, Mao se valió de El libro Rojo, para incitar a la Revolución Cultural de 1966, en tanto que los libros de cuño libertario de Jean Paul Sartre y Herbert Marcuse son parte del ADN del Mayo Francés de 1968.

En 1970, la Academia premió con el Nobel de Literatura a Archipiélago Gulag, de Alexander Solzhenitsyn, una obra de protesta antiestalinista, y al año siguiente fue el chileno Pablo Neruda, un escritor comprometido con su tiempo, quien se llevó el codiciado galardón.

Nuestros libros La historia argentina está jalonada de textos que, a su tiempo, ejercieron marcada influencia. Durante la época colonial, la producción literaria fue escasa, limitada por la escasez de imprentas en el virreinato. La mayoría de las ediciones de ese período llevan la marca de los jesuitas.

Los libros más requeridos por los hombres de Mayo eran de autores franceses prohibidos por las autoridades virreinales. El Plan revolucionario de operaciones, atribuido a Mariano Moreno, es una pieza testimonial del período independentista.

Durante la etapa rosista, los libros fueron utilizados como armas políticas por los opositores al régimen. El matadero, de Esteban Echeverría, y Amalia, de José Mármol, sobresalen en esa línea. Y, por supuesto, el Facundo, de Domingo F. Sarmiento, para muchos el punto más alto de la literatura argentina.

El período siguiente, de la organización nacional, también exhibe libros emblemáticos, como las Bases de Juan bautista Alberdi, la obra que “dio letra” a los constituyentes de 1853. Y, más tarde, los textos que reflejan el avance inexorable de la civilización, empezando por la obra cumbre de la poesía gauchesca: el Martín Fierro. La Excursión a los indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla, da noticia temprana de la extinción de los pueblos originarios. Los libros fundantes de la historiografía nacional, de Bartolomé Mitre y Adolfo Saldías, completan ese rico catálogo decimonónico.

A la Argentina del Centenario no le faltaron libros alusivos, entre ellos dos imperdibles: Informe sobre el estado de las clases obreras argentinas, de Juan Bialet Massé; y El juicio del siglo, de Joaquín V. González.

Enseguida, el período nacionalista de la literatura argentina recoge las obras de Leopoldo Lugones, Carlos Ibarguren y Gustavo Martínez Zuviría. En las décadas siguientes, descuellan testimonios personales de protagonistas notorios, como La razón de mi vida, de Eva Perón.

La etapa contestataria rebosa material bibliográfico: los aportes de John William Cooke, Rodolfo Walsh, Juan José Hernández Arregui, David Viñas o Rodolfo Puiggrós, sólo por citar algunos de los autores más consultados por los jóvenes revolucionarios de ese tiempo.

De lo más reciente, el Nunca más, el informe de la CONADEP.

Gutenberg o Gates Esta reseña, sucinta e incompleta, de algunos de los libros más famosos que hicieron historia, obliga a reflexionar acerca de un futuro sin papel. Si, extinguido el libro que se atesora, se esconde o se quema, según las circunstancias, el libro digital cumplirá el mismo rol. Si la pantalla, el Kindle, el iPad el Android o lo que fuere, serán vehículos eficaces de ideas, palabras y consignas capaces de transformar el mundo en que vivimos, como los fueron algunos libros señeros en su hora de gloria.

Los más jóvenes responderán que sí, qué duda cabe. Los mayores, entretanto, optaremos por una sutil mueca de desconfianza, que, en el fondo, esconde la esperanza de que el libro supere la prueba.

Como fuere, mientras el paso del tiempo dicta su veredicto, disfrutemos de la fascinación del libro, de esa incomparable sensación de palpar la tersura de sus páginas, de oler el aroma a tinta vieja o nueva. ¡Salud!

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