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Las PASO ¿sí o no?

Actualizado: 14 dic 2019

“Que se vayan todos” rugía la gente a lo largo y a lo ancho del país en diciembre de 2001, mientras golpeaba sus cacerolas. La furia popular se derramaba sobre el conjunto de la dirigencia, sin hacer distinciones. La política pasaba por su peor momento.

Pasado el temporal y restablecida la normalidad, se ensayaron mecanismos para reanimar las anquilosadas estructuras partidarias, como la sanción, al año siguiente, de la Ley 25.611 estableciendo el sistema de primarias abiertas obligatorias para nominar candidatos a cargos electivos nacionales. Sin embargo, la norma fue suspendida para el proceso electoral de 2003, aplicada a medias en los comicios legislativos de 2005 y finalmente derogada en 2006.

El actual régimen de Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO) fue instituido por la Ley Nº 26.571 del año 2009, que regula un procedimiento cuya transparencia los partidos no pueden garantizar per se. Se aplicó por primera vez en las elecciones de 2011 y sigue vigente hasta hoy.

La escasa competencia registrada —cada vez menor, incluido el turno actual— y el costo del sistema levantan críticas de quienes no encuentran beneficios en la aplicación del sistema tal como funciona. En efecto, una compulsa de listas únicas predeterminadas en círculos cerrados no parece atractiva ni provechosa, sino más bien un mero trámite.

La experiencia internacional más conocida probablemente sean las elecciones primarias de los EE.UU. de Norteamérica, donde, a lo largo de varios meses, los candidatos deben juntar votos en cada uno de los estados federales, una maratón en la que algunos quedan en el camino cuya meta es la convención partidaria que los nomina. Hubo duelos históricos en ambos partidos tradicionales —Demócrata y Republicano— como el que protagonizaron John F. Kennedy y Lyndon B. Johnson en 1960, o la convención republicana de Miami en 1968 que nominó a Richard Nixon tras una dura pulseada. En Uruguay acaban de realizarse las primarias presidenciales, con intensa competencia en los principales partidos.

Esas y otras experiencias indican que las primarias requieren, como condición de utilidad, de la existencia de partidos políticos reales, de base ciudadana. La reforma constitucional de 1994 introdujo los partidos en su artículo 38: “Los partidos políticos son instituciones fundamentales del sistema democrático”, elevándolos a una jerarquía no contemplada en el texto de 1853.

Hasta entonces, el sistema, mientras funcionó, había sido bipartidista: conservadores y radicales hasta 1930, peronistas y radicales hasta 1989. Los partidos menores, a su tiempo, formaron parte de diversas alianzas, como la Concordancia (1931), la Unión Democrática (1946) o el Frente Justicialista de Liberación (1973). La irrupción del Frepaso (Frente País Solidario) en 1995 sumó una tercera fuerza relevante que duró poco.

Tras la crisis de 2001, el sistema de partidos argentinos no recuperó la fortaleza perdida ni se acomodó a los cambios globales en tiempos de “política líquida”. Las fuerzas tradicionales se tornaron más cerradas aún, convertidas casi en meras franquicias a la hora de cumplimentar los requisitos electorales. Una circunstancia agravada cuando el partido se halla en el poder y queda subsumido en el andamiaje gubernativo.

Es cierto que la nuestra es una democracia híperpresidencialista, más afecta a los liderazgos que a las construcciones colectivas de base programática. Julio A. Roca, Hipólito Yrigoyen, Juan Domingo Perón, y más acá en el tiempo, Raúl Alfonsín, Carlos Menem y Néstor Kirchner impusieron a sus respectivas gestiones presidenciales una marcada impronta personal, empalideciendo incluso a los propios partidos a los que pertenecían. Sin embargo, esa condición no debe percibirse como virtuosa, sino como un sesgo a corregir.

En los últimos años, la vida interna de los partidos es casi nula. El radicalismo, más propicio a la gimnasia partidaria, la resignó en parte para facilitar la dinámica de la alianza de la que forma parte, en tanto que en el peronismo las estructuras provinciales cobraron más relevancia que las instancias nacionales.

Los nuevos partidos que salieron a escena fueron en su mayoría sellos unipersonales o armados de ocasión al servicio de candidatos recién llegados a la política o de referentes que abandonaban su partido de origen para “ir por fuera”, sin pasar por el filtro interno. Tampoco algunos frentes o alianzas conformadas con ese fin tuvieron más consistencia que el cálculo electoral inmediato.

Quizá sirva de consuelo comprobar que en países con partidos sólidos y de larga trayectoria, también el sistema está en problemas. Por ejemplo en Europa, donde los partidos tradicionales sufren el embate de ecologistas, neo-nazis o de civiles indignados, cuando no de agresivos chalecos amarillos.

En síntesis, el sistema profesional de representación política tal como lo conocimos en el siglo pasado está en retroceso y cada vez son más los ciudadanos que en cada elección obran con independencia de mandatos o ataduras partidarias. El signo de los tiempos y la irrupción de recursos tecnológicos de uso universal obligan a repensar y adecuar el funcionamiento de las instituciones democráticas y la eficacia de los canales de representación ciudadana a la nueva realidad.

Desde esa perspectiva, revisar el desempeño de las PASO para tornarlas una herramienta útil no debe entenderse ni plantearse como un ataque o menoscabo a los partidos políticos, sino como un ejercicio necesario para fortalecer la democracia representativa.

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