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La última rebelión carapintada



El 3 de diciembre de 1990 se produjo el último motín de los llamados “carapintadas”. Fue el coletazo postrero de la recurrente y nociva injerencia de los militares durante el siglo 20.


Tras el juicio a las juntas dispuesto por el presidente Raúl Alfonsín, llegaba el turno al resto. El primer alzamiento de aquella facción se produjo el domingo de Pascua de 1987, cuando un grupo de oficiales del Ejército, con sus rostros embetunados, se rebelaron en reclamo de impunidad. Varios de ellos habían participado de la represión ilegal durante la última dictadura y temían ser requeridos por la Justicia para responder por delitos de lesa humanidad cometidos en esos años. La Ley de Punto Final, promulgada el 24 de diciembre de 1986, había frenado nuevas acciones penales, pero subsistían las causas abiertas con anterioridad.


La rebeldía del mayor Ernesto Barreiro —se refugió en un regimiento en Córdoba para no comparecer ante los tribunales—, desencadenó los hechos que derivaron en el ulterior amotinamiento de Campo de Mayo. El cabecilla de la movida fue el coronel Aldo Rico, quien oficiaba de vocero, justificando la acción sediciosa. Aun sin participar activamente, el resto de la fuerza respaldaba el planteo. No en vano los tanques del general Ernesto Alais nunca llegaron a destino.


Alfonsín transitaba su cuarto año de gobierno. Ante la negativa de los sublevados a acatar a los mandos naturales y deponer su actitud, el pueblo se movilizó espontánea y masivamente en varias ciudades. Todo el arco político democrático se pronunció en defensa de las instituciones amenazadas una vez más por una asonada militar. La mayor concentración se produjo en Buenos Aires, en Plaza de Mayo, donde se reunieron cientos de miles de ciudadanos para repudiar la maniobra y defender la República.


En medio de ese clima de tensión, el presidente acudió a Campo de Mayo para interceder personalmente en el conflicto. Volvió de allí y desde el balcón de la Casa Rosada pronunció la frase que pasó a la historia: “Felices Pascuas. La casa está en orden y no hay sangre en la Argentina”. Así se evitó lo que pudo haber desembocado en un enfrentamiento entre civiles y militares de imprevisibles consecuencias, aunque quedó instalada la sensación pública de que el diferendo no estaba saldado y seguiría obrando como factor de inestabilidad política. Pocos meses más tarde la forzada sanción de la Ley de Obediencia Debida confirmó tales presunciones, aunque tampoco dejó conformes a los militares sediciosos, repitiéndose nuevos alzamientos en los años que siguieron: en enero y diciembre de 1988 los carapintadas sublevaron los cuarteles de Monte Caseros y Villa Martelli, respectivamente.


En el Regimiento de Infantería 4 de Monte Caseros, en la provincia de Corrientes, el conato de rebelión volvió a encabezarlo Aldo Rico, quien se hallaba prófugo de la Justicia. El II Cuerpo de Ejército sofocó la rebelión sin que los insurrectos presentaran batalla. Hubo numerosas detenciones y el malestar persistió.


El tercer levantamiento ocurrió ese mismo año en el cuartel de Villa Martelli, en la provincia de Buenos Aires, dirigido por el coronel Mohamed Alí Seineldin, quien profesaba un nacionalismo fundamentalista. Fue denominado Operación Virgen del Valle e igual que el anterior fue sofocado sin que se extendiera. En octubre de 1989 el presidente Carlos Saúl Menem emitió un decreto indultando a todos los participantes de esas rebeliones. Para entonces Seineldin se había distanciado del gobierno menemista, erigiéndose desde la prisión en una suerte de conductor místico de la facción que preparaba una nueva rebelión, la Operación Virgen de Luján, que se produjo en diciembre de 1990.


Fue el cuarto y último intento, que esta vez fue reprimido por las fuerzas regulares y dejó un saldo de 14 muertos y un centenar de heridos. los insurrectos tomaron el Regimiento de Patricios, en Palermo; el batallón de El Palomar y la fábrica de tanque en Boulogne. Las acciones más cruentas se desarrollaron en el Edificio Libertador, donde se abroquelaron los rebeldes hasta su rendición (imagen).


El presidente Menem avaló en todo momento la actuación del Ejército, en tanto que su jefe, el general martín Balza afirmó: “Fue un punto de inflexión en nuestra historia política y marca la definitiva inserción de las Fuerzas Armadas en la democracia”.


Lo que vino después es conocido: en diciembre de 1990 Menem indultó a jefes militares y guerrilleros, una medida controversial que convalidaba la impunidad. En agosto de 2003 se anularon las leyes de Obediencia debida y Punto final y se reabrieron las causas que dieron lugar a numerosas condenas en los años subsiguientes.


Desde la pespectiva histórica puede concluirse que el Ejército argentino retomó el rol del que no debió apartarse como lo hizo en reiteradas ocasiones desde 1930 en adelante.

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