No soy especialista en temas internacionales, lo aclaro. Apenas un apasionado por la historia que sigue los temas internacionales desde hace mucho.
Desde ese lugar, no puedo pasar por alto la liviandad de la cobertura de los atentados en París, que se presentan como si hubieran sido causados por un fenómeno tan natural como inevitable, por un terremoto o un tsunami inoportuno. Es decir, no importan las causas, sólo se habla de los efectos. Obviamente que lo importante son las vidas humanas que se perdieron; quién en su sano juicio lo pondría en duda. Sin embargo, la flagrante criminalidad de los atentados no puede soslayar una lectura más profunda, preguntarse por qué pasan –y seguirán pasando- estas horribilidades.
Entonces, emergería con incómoda percepción, el reparto de responsabilidades. No la de los autores materiales, que bien muertos están, si es que lo están. No vale la pena ocuparse de ellos, ni siquiera de los autores intelectuales, cuya detección merecería una pesquisa más inteligente de la que pueden realizar los servicios de inteligencia de los países –según ellos- del Primer Mundo, que tienen que esperar el comunicado de los asesinos para saber quién fue.
Estas calamidades son consecuencia de un Orden Mundial concebido y sacralizado por las grandes potencias, empezando por los Estados Unidos, el gran diseñador de un “equilibrio” a la medida de sus intereses, en desmedro de lo que no encaja en su particular visión, sean regiones, etnias, culturas, religiones o cuestiones tan pedestres como el petróleo.
Occidente en general, y Estados Unidos en particular, son, en buena medida, responsables de estos baños de sangre cometidos por asesinos circunstanciales. O acaso nos olvidamos de la criminalidad de la guerra de Vietnam, la Guerra del Golfo, el desalojo violento de Sadam Husseim, y tantas otras tropelías primermundistas, sin olvidar la innecesaria Hiroshima. A Sadam lo conocí personalmente en 1988, en un congreso mundial por la paz, cuando en plena guerra con Irán era bancado por los americanos, me consta. A Osama Bin Laden lo inventó la CIA, para insertarlo en el conflicto de Afganistán contra Rusia; después se le fue de las manos.
No se puede soslayar la responsabilidad de Estados Unidos y Europa en las acciones y decisiones que crean el caldo de cultivo para el abominable terrorismo fundamentalista y terminan en tragedias. Con Muamar al Gadafi –muy lejos de pretender defenderlo- pasó algo parecido: suprimido, Libia quedó a la deriva y dejó de ser una barrera de contención a la locura fundamentalista. Algo parecido pasó después en Siria.
En los aeropuertos internacionales, a los perejiles nos revisan hasta los implantes dentales para comprobar si portamos una bomba. Acting puro, justificación de las millonadas que se gastan en esas nimiedades en lugar de asumir que lo que pasa en el mundo es fruto de sus propios errores.
La única reacción sincera fue la del Papa Francisco; la de los líderes de las grandes potencias es oportunista y preanuncia una escalada de violencia que sólo acarreará más violencia en un mundo que ya no es capaz de soportarla.
Simplemente, trato de prevenir que no nos prendamos, al menos no “de una” en admitir y justificar sin reservas todo lo que vendrá, que será mucho y malo. Antes que eso, exijamos una autocrítica y cambio de actitud a quienes son responsables de que – parafraseando al gran Discepolín- “al mundo le falte un tornillo”.
Las víctimas de París se lo merecen.
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