El 29 de junio de 1966, el teniente general Juan Carlos Onganía asumía la presidencia de la Nación, designado por la junta militar integrada por el teniente general Pascual Pistarini, el almirante Benigno Ignacio Varela y el brigadier general Adolfo Teodoro Álvarez. El día anterior, el general Julio Alsogaray y el coronel Luis Perlinger se presentaron en la Casa Rosada para notificarle al presidente Arturo Umberto Illia que había sido destituido y que, a partir de ese instante, las Fuerzas Armadas tomaban a su cargo, una vez más, los destinos de la Nación. Se había consumado el quinto golpe de Estado del siglo XX y comenzaba la llamada Revolución Argentina, un período de facto que duraría siete años y que no traería sino penurias al país.
Hay quienes sostienen que el móvil de la asonada fue que, hallándose irresuelto el problema que representaba el peronismo que seguía proscripto, no se podía correr el riesgo de convocar a elecciones en el país, cosa que debía ocurrir en pocos meses para renovar el mandato de gobernadores y legisladores. Ya habían tenido una mala experiencia en 1962, durante la presidencia de Arturo Frondizi. Los mandos militares pusieron entonces en marcha la nueva operación golpista con el concurso de civiles y de algunos prominentes dirigentes sindicales que avalaron la movida, como Augusto Timoteo Vandor, secretario general del gremio de los metalúrgicos, quien propiciaba un “peronismo sin Perón” o neoperonismo. El líder justicialista, exiliado en Madrid, siguió los acontecimientos con su acostumbrada cautela.
Juan Carlos Onganía, un oficial de Caballería, nacionalista católico de ideas corporativistas, provenía del bando de los Azules, que se había impuesto a los Colorados en la interna del Ejército. Si bien despertó alguna expectativa inicial en la sociedad, muy pronto dilapidó ese crédito al quedar en evidencia su personalidad mesiánica y autoritaria. El objetivo de la autotitulada Revolución Argentina era quedarse en el poder todo el tiempo necesario para propiciar cambios económicos profundos, abrir la puerta a las inversiones extranjeras y, en lo político, desperonizar el país. Con ese fin sus mentores pergeñaron un formato por fuera de los partidos tradicionales afín a las fuerzas ultraconservadoras que jamás llegarían por la vía electoral.
Mientras Adalbert Krieger Vasena, a cargo del ministerio de Economía, aplicaba un duro plan estabilizador para frenar la inflación y anclar el dólar, la dictadura no tardó en mostrar su verdadero rostro. Supresión de toda actividad política, censura a los medios de comunicación, intervención a universidades y sindicatos y profusión de pautas pseudo moralistas, un libreto que sumió al en país un clima represivo y de fuerte intolerancia hacia toda manifestación democrática. La presunción de filocomunista que rodeaba a la actividad cultural incluía a bibliotecas populares, teatros independientes, revistas, asociaciones y, en general, toda manifestación intelectual.
Dicho estado de cosas fue el caldo de cultivo ideal para que no tardara en aparecer, bajo distintas formas, la respuesta desde el campo popular. Se produjo, asimismo, el surgimiento de grupos que postulaban la vía armada, inspirados en la revolución cubana y en otras experiencias foquistas más recientes en países vecinos como Uruguay y Chile. En el plano sindical, la dirigencia colaboracionista enrolada en la CGT Azopardo, dominada por el vandorismo, encontró una fuerte oposición interna en la CGT de los Argentinos, liderada por el dirigente de los Gráficos, Raymundo Ongaro.
Con las universidades intervenidas y tras “la noche de los bastones largos”, como se bautizó al feroz ataque contra estudiantes, profesores y autoridades llevado adelante por la policía en la Universidad de Buenos Aires, el movimiento estudiantil se politizó, acercándose a la clase trabajadora en el marco de la unidad obrero estudiantil. El estudiantado de entonces proveyó dirigentes y militantes que engrosaron las filas de las distintas corrientes de izquierda y de los grupos armados.
El clima antidictatorial fue en aumento y tuvo su máxima expresión en el tercer año de gobierno de Onganía en Córdoba, el 29 de mayo de 1969. Ese día se produjo una pueblada conocida como el Cordobazo, que, por sus características y alcances, evocaba gestas contemporáneas, como el Mayo Francés o la Primavera de Praga. El Cordobazo y eventos similares que sacudieron otras provincias, socavó las bases de sustentación del onganiato y activó la interna militar, al punto de que un año más tarde —en junio de 1970— se produjo el recambio y asumió la presidencia Roberto Marcelo Levingston, un oscuro oficial de inteligencia que se desempeñaba como agregado militar en los EE.UU. Y todavía hubo un tercer presidente de facto: Alejandro Agustín Lanusse, que intentó sin éxito llevar adelante el pomposamente llamado Gran Acuerdo Nacional. Jaqueada por la resistencia social y sin apoyo del arco partidario, la dictadura finalmente llamó a elecciones.
La Revolución Argentina expiró el 25 de mayo de 1973, con la asunción de las autoridades constitucionales electas el 11 de marzo de ese año… pero esa es otra historia.