Marzo de 1877. Un anciano de 84 años de edad yace en el lecho de muerte. Su hija lo besa amorosamente en la frente y le toma la mano. “Cómo estás, tatita”, le pregunta. “No sé niña...”, responde el moribundo con un hilo de voz. Podría ser la imagen repetida de alguien que, agotado su tiempo terrenal, se dispone a partir rodeado de sus seres queridos; sólo que en este caso ese alguien es Juan Manuel de Rosas, el hombre que tuvo en sus manos la vida y el destino de sus contemporáneos durante más de 20 años, y la “niña” no es otra que Manuelita, su amada hija que pronto cumplirá los sesenta.
La escena se desarrolla muy lejos de la Argentina, más precisamente en Inglaterra, donde Rosas fue a parar en 1852, tras ser desalojado del poder. El día de la derrota de Caseros, el ex hombre fuerte de las pampas buscó refugio en la residencia de Robert Gore, el cónsul inglés en Buenos Aires. Siguiendo el consejo de éste, Rosas abandonó esa misma noche su patria rumbo a un largo destierro del que –a diferencia de San Martín- jamás intentó volver. Finalmente, le tocó el turno a él, que había empujado tantos al exilio, emprender el mismo camino. Partió junto a sus dos hijos, Manuelita y Juan Bautista; su nuera y Juan Manuel, el nieto primogénito. Máximo Terrero, el prometido de su hija, se les unirá más tarde. Sus hombres más cercanos no tuvieron mejor suerte: Juan José Hernández, su edecán, muerto en Caseros; Martín Santa Coloma, jefe de la temible “Mazorca”, pasado a degüello por los urquicistas; Martiniano Chilabert, fusilado. A esa lista deben añadirse los generales Ángel Pacheco y Lucio V. Mansilla, distanciados desde antes de la batalla final, y Pedro de Angelis, el intelectual oficialista caído en desgracia después de Caseros. Otros, como Dalmacio Vélez Sársfield y Rufino de Elizalde, se aprestaban a entenderse con los vencedores. Fruto del azar, Pascual Echagüe y Jerónimo Costa fueron los dos únicos oficiales rosistas que se embarcaron junto a su jefe.
En Southampton
Los viajeros permanecieron una semana a bordo del Centaur, un vapor de guerra inglés, trasladándose luego al Conflict, otro vapor de la misma bandera, que zarpó de Buenos Aires el 10 de febrero de 1852. Luego de tocar puerto en Brasil e Irlanda, tras 75 días de travesía en ultramar, el Conflict arribó a Plymouth el 26 de abril de ese mismo año. Para entonces Rosas ya tenía decidido dónde fijaría su residencia: Southampton, en el corazón de Hampshire. Probablemente durante el viaje el capitán del barco le habló del clima benigno de este puerto natural de aguas profundas, enclavado junto al canal de la Mancha a escasos 128 kilómetros de Londres. Rodeada de murallas de la época romana, la ciudad de poco más de 40 mil habitantes tenía un atractivo adicional para un hombre de fuertes convicciones religiosas como Rosas: contaba con una importante comunidad católica, algo difícil de hallar en la Inglaterra de aquellos días. Apenas llegados a la ciudad, Rosas y los suyos se instalaron en el Hotel Dolphin, a pocos pasos de la animada Hight Street, la calle principal de la ciudad. En la cartilla para huéspedes del Dolphin puede leerse que el hotel ofrecía –entre otros elementos de confort- hot, cold, and shower baths (baños fríos, calientes y ducha).
Más tarde, la familia se trasladó a Rockstone House, una amplia residencia en el coqueto barrio de Crescent, que seguramente quedó demasiado grande luego de que Manuelita –al fin casada- se marchara a Londres junto a su marido, dejando solo a su desairado padre, para quien el casamiento de su hija fue “una crueldad inaudita”. En ese momento, la mayor preocupación de Rosas era subsistir.
En 1855 le escribe a Eugenia Castro, con la que tuvo varios hijos no reconocidos, que “si el gobierno de mi patria no me devuelve mis bienes, tendré que conchabarme de peón para poder vivir”. Probablemente exagerara, aunque tras su caída, el gobierno de la provincia de Buenos Aires había confiscado todos sus bienes. Urquiza, contemporizador, se los restituyó momentáneamente y Rosas pudo disponer de parte de ellos, logrando un desahogo momentáneo, pero un par de años más tarde la Legislatura porteña lo declaró “reo de lesa patria” y se los confiscó nuevamente. Por esa razón, pese a que en su tierra poseía estancias y ganados, hay quienes aseguran que Rosas vivía pobremente en el exilio.
Muchos a los que acudió en demanda de ayuda le volvieron la espalda; entre los pocos que lo auxiliaron se hallaba Urquiza, que se ganó el reconocimiento de su antiguo rival al asignarle de su propio peculio una pensión de mil libras anuales. No terminaba allí la condescendencia del entrerriano. En una carta fechada el 24 de agosto de 1858, el entonces presidente de la Confederación Argentina le reconoce a Rosas “servicios cuya gloria nadie puede arrebatarle”, destacando asimismo “la energía con que siempre sostuvo los derechos de la soberanía e independencia nacional”. Pero los bienes de Rosas seguían en la provincia de Buenos Aires, irreconciliablemente enfrentada con el autor de estas lisonjeras palabras.
En 1865, Rosas se trasladó a Burgess Farm, una finca rural cercana a la ciudad, que el desterrado se las ingenió para convertir en un remedo de la llanura pampeana. “Treinta hectáreas de tierra inglesa se han convertido en pampa: se han plantado perales, manzanos y durazneros. Hay tranqueras, y cercos de espinillos y una laguna artificial donde chapotean patos y gansos”, escribe María Rosa Lojo en La Princesa Federal. Allí, “the General Ross”, como le llamaban sus vecinos, volverá a sentirse un gaucho. Sus días eran invariablemente iguales: se levantaba al alba, calentaba agua para el mate, salía para sus labores, almorzaba, dormía la siesta y, unas horas más tarde, tras cenar frugalmente, se encerraba en su cuarto a escribir o leer. Más solitario que nunca, sólo frecuentaba mujeres de ocasión. Las damas que antes consolaban su viudez se quedaron en Buenos Aires, junto a sus bufones y sus caballos. Aquí estaba solo. En las cartas que enviaba a su amiga del alma, Josefa Gómez, Rosas le contaba intimidades tales como que se afeitaba cada ocho días para ahorrarse el barbero, y que por la misma necesidad de economizar lo posible no fumaba, no tomaba vino ni licor de ninguna clase, ni rapé, ni algo de entretenimiento. En otra carta, ufanándose de su lozanía, le cuenta: “Hago sobre el caballo lo que no pueden hacer ni aun los mozos. Tiro el lazo y las bolas como cuando hice la campaña del desierto...”. Doña Pepita, su paño de lágrimas, le profesaba un entrañable cariño y lealtad y, además, recaudaba fondos en Buenos Aires para socorrer al desterrado.
Esa fue su vida por varios años, sólo alterada durante las jornadas en que lo visitaban Manuelita junto a Terrero y los hijos de ambos. Juan Bautista, su otro hijo, con el que siempre tuvo un trato distante, había muerto en 1870.
Los últimos días
Un año antes de su muerte, Rosas dispuso en un agregado a su testamento: “Mi cadáver será sepultado en el cementerio católico de Southampton hasta que en mi patria se reconozca y acuerde por el gobierno la justicia debida a mis servicios”. Una vez que dejó asentada su última voluntad, Rosas se dispuso a esperar la muerte, que intuía cercana.
Cada vez que regresaba a su morada tras la jornada de labor, agarrotadas las manos de frío, Rosas se felicitaba por haber liquidado las pocas vacas que le quedaban. “No hubieran resistido este clima”, solía repetir mientras se calentaba junto a los leños que ardían en la estufa, aunque en su fuero íntimo sospechaba que el frío era el mismo de otros años, sólo que sus huesos ya no lo soportaban como antes. Ya casi no recibía visitas ni tenía a quien escribir cartas, especialmente después de la muerte de su entrañable amiga Josefa Gómez, ocurrida en 1875. Últimamente su buen ánimo había decaído. Ya no sentía el mismo entusiasmo de otrora para alimentar la ilusión de vivir como en su tierra en aquel retazo de llanura pampeana que construyó con esfuerzo e imaginación para combatir la nostalgia.
Un sábado glacial de ese interminable invierno boreal de 1877, Rosas permaneció demasiado tiempo a la intemperie y se pescó una neumonía. El día lunes, viendo que su estado empeoraba, el médico envió un telegrama a Manuelita, quien acude esa misma noche y se queda junto al lecho de su padre hasta las 2 de la madrugada. El día martes, el enfermo experimentó una ligera mejoría, que sin embargo fue efímera: a la mañana siguiente, miércoles 14 de marzo, dejó de existir.
“El doctor Wibblin con Manuel (el nieto de Rosas) fueron a ver al undertaker (el enterrador), al padre y demás, y todo está arreglado para que el funeral tenga lugar el martes 20”, le escribe una desconsolada Manuelita a Máximo Terrero, su esposo, que se hallaba en Buenos Aires.
El regreso
22 de setiembre de 1989. Martín Silva Garretón y Ortiz de Rosas, descendiente del Restaurador de las Leyes, estampa su firma en el acta de recepción del féretro –del que sólo se conserva en buen estado la pesada caja interior de plomo– que contiene los restos de su antepasado, bajo la mirada grave y atenta de Manuel de Anchorena y los oficiales ingleses que labran las actuaciones. Las largas gestiones ante el gobierno británico han dado sus frutos y Rosas, que lleva ya 112 años de muerto, podrá al fin descansar en su patria. Una vez rescatado del viejo sepulcro del cementerio de Southampton, el ataúd –lo que queda de él– es trasladado a Francia por vía aérea. En Orly se vive el primer momento emotivo. Allí se procede a abrir el cajón y los restos del Brigadier General quedan al descubierto. Sólo se conservan en buen estado la caja craneana, los huesos de brazos y piernas y alguna que otra costilla; todo lo demás se ha convertido en polvo. En el fondo del cajón, en medio de las cenizas, pueden verse una reluciente dentadura de metal, un plato de porcelana que el muerto utilizaba a diario y un crucifijo. Todo es rescatado cuidadosamente. Los despojos son colocados en un féretro nuevo y allí mismo reciben los primeros homenajes, que se repiten en el aeropuerto internacional antes de abordar la máquina que los trasladará a la Argentina. Tras una escala en Río de Janeiro, el avión desciende en Rosario. Montado en una cureña del ejército, el féretro es conducido a la iglesia Catedral de esa ciudad santafesina, donde se reza una misa en memoria del muerto. En medio de un colorido clima “federal”, los restos de Rosas son trasladados luego hasta el puerto, donde son embarcados para emprender el último tramo del largo viaje por el río Paraná. Al pasar frente a la “Vuelta de Obligado”, se evoca la gesta del 20 de noviembre de 1832, un tanto olvidada por la historiografía oficial. Al llegar al puerto de Buenos Aires, los homenajes se suceden, ahora encabezados por el presidente de la Nación en ese entonces, Carlos Saúl Menem. Finalmente, funcionarios y público acompañan el cortejo hasta las puertas del cementerio de la Recoleta, donde los restos del Restaurador son depositados en la bóveda familiar de los Ortiz de Rozas, junto a los de su esposa, Encarnación Escurra, y de sus padres. Paradójicamente, en la misma necrópolis se halla enterrado José Mármol, el poeta antirrosista que profetizó, refiriéndose al jefe de la Federación, que “ni el polvo de sus huesos la América tendrá”.
Al fin quedaba cumplida la última voluntad de Rosas, expresada en su testamento. En él, pedía que su cadáver, una vez llevado a la Argentina, “sea colocado en una sepultura moderna, sin lujo ni aparato alguno, pero sólida, segura y decente”. “En ella se pondrá a la par mía el de mi compañera Encarnación, el de mi Padre y el de mi Madre”, agregaba.
La batalla de la memoria
Juan Manuel de Rosas, el hombre más poderoso de su época, libró una dura batalla contra el olvido, en el que había caído al tiempo de su muerte, cuando ya era un desconocido para las jóvenes generaciones de argentinos que poco o nada sabían acerca de su existencia. Ignorado o desdeñado por los historiadores liberales, el primero en rescatarlo del olvido fue Adolfo Saldías, quien poco después de la muerte de Rosas publicó en París su Historia de la Confederación Argentina, apoyada en testimonios directos de algunos protagonistas, como Antonio Reyes, secretario de Rosas, y la propia Manuelita, que vivió hasta 1998. La reivindicación oficial de Juan Manuel de Rosas comenzó con la repatriación de los restos y siguió en 1999 con la inauguración del monumento emplazado en avenida del Libertador y Sarmiento, a pocos pasos de donde se levantaba la legendaria residencia del Restaurador de las Leyes. Desde lo alto, a caballo y chambergo en mano, Rosas contempla a los paseantes y seguramente disfruta de que el lugar siga conociéndose como “Palermo” y no como “Parque 3 de Febrero”, su nombre oficial. Lo mismo que San Martín, Rosas tiene un organismo oficial –el Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, nacionalizado en 1997– que lleva su nombre y se ocupa de la evocación de su vida y obra.
Pese a ello, las opiniones en torno a su persona siguen divididas. El paso del tiempo, aunque atenuó la virulencia de las pasiones, no logró sin embargo unificar un juicio inequívoco en torno a su figura. Mientras que para muchos sigue siendo un tirano sanguinario, para otros fue un gran defensor de la soberanía y la nacionalidad, empezando por el general San Martín, que le legó su sable. Es difícil saber si pesan más en la memoria colectiva el holocausto de Camila O’Gorman y los atropellos cometidos por la tristemente célebre “Mazorca”, que la “Vuelta de Obligado” y la defensa a ultranza del territorio nacional. Una cosa es innegable: Juan Manuel de Rosas dejó una huella indeleble en la historia argentina, algo que hasta sus peores enemigos deben admitir.
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