Ernesto Guevara, según la partida de nacimiento, nació en la ciudad de Rosario el 14 de junio de 1928. Sus padres no residían en esa ciudad; eran vecinos de la Capital Federal, pero se hallaban en la provincia de Misiones, de donde regresaron por vía fluvial para que Celia de la Serna diera a luz en Buenos Aires. Aparentemente el parto se adelantó y debieron recalar en Rosario, donde el niño nació en el Hospital Centenario. La familia permaneció apenas algunas semanas en esa ciudad: ese fue todo el periplo rosarino del “Che”.
En 2008 —durante la intendencia de Miguel Lifschitz— fue inaugurada una estatua de bronce de Ernesto Guevara, con motivo de cumplirse 80 años de su nacimiento. En el acto de inauguración estuvieron presentes hermanos e hijos del guerrillero muerto en Bolivia. Según Andrés Zerneri, autor de la obra, el material fue provisto por los vecinos que donaron miles de llaves con ese fin.
Días atrás, la Fundación Bases —que se define como liberal clásica— comenzó a recoger firmas para remover el monumento rosarino, aduciendo que se trataría de un homenaje a un “asesino del comunismo”, pasando por alto su trascendencia universal. La polémica quedó servida.
Los medios porteños informaron erróneamente que es la única estatua del “Che” en Argentina, omitiendo que en la casa de la ciudad de Alta Gracia —convertida en museo—, donde la familia Guevara vivió casi 11 años, existe una escultura de bronce de un Ernestito de pantalones cortos. En 2014 se inauguró una segunda estatua de tamaño real del “Che” adulto, vestido de uniforme.
La polémica no es nueva. En nuestro país, la erección de estatuas y monumentos y la denominación de calles y espacios públicos suelen suscitar este tipo de controversias. Son conocidos los recurrentes embates —orales y de hecho— sobre Julio Argentino Roca, Cristóbal Colón, Juan Lavalle y otros personajes quienes, para algunos, no merecen estatuas. Algo similar pasa con la nomenclatura urbana.
Si existiera una legislación precisa e irrefutable o una “historia única” quizás las cosas se simplificarían, pero en Argentina no las hay y estas decisiones suelen adoptarse conforme a criterios subjetivos que no siempre revisten consenso general. En esa línea, incluso, se cayó en la tentación de rendir homenajes de este tipo en vida o a muertos recientes.
En nuestra ciudad de Córdoba se han cuestionado por distintas vías algunas denominaciones de calles y avenidas: Hugo Wast, Wenceslao Paunero, Julio A. Roca y Colón, entre otras. Sin entrar a valorar los argumentos de quienes impugnan esos nombres, una primera reflexión sería que para considerar y, en su caso, dar curso a esta clase de solicitudes debiera existir un consenso claramente mayoritario y generalizado. En otras palabras, un clamor bien audible. Caso contrario, se corre el riesgo de abrir una caja de Pandora y de que —remedando el dicho popular—“no quede muñeco con cabeza”.
Es conocida la inveterada afición de los argentinos por discutirlo todo y a todos —lo cual no está mal si se lo hace con respeto y tolerancia— con las consiguientes divisiones y grietas que ello conlleva. Siendo así, es posible que en el caso que nos ocupa muy pocos personajes históricos —contados con los dedos— superen el implacable filtro de la opinión pública. Por distintas razones, la gran mayoría de ellos dividirían la biblioteca.
Por eso mismo, un signo de madurez sería, de aquí en más, ser austeros y responsables a la hora de instalar homenajes imperecederos en la vía pública e igualmente moderados a la hora de evaluar o reconsiderar decisiones tomadas en otros tiempos y contexto cultural. Lo que no quiere decir que todo lo hecho sea intocable. Pero si se toca algo, debe ser con fundamentos muy sólidos y, sobre todo, amplio consenso para no caer en una caza de brujas.
Si no es así, lo mejor es dejar que estos impulsos y cuestionamientos queden planteados en el plano del debate público, que siempre enriquece si es tolerante, maduro y plural.
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