Instalada a sangre y fuego en la República Argentina en 1976, desgastada por la brutalidad de sus procedimientos, envuelta en un halo de corrupción y aislada internacionalmente, la dictadura atravesaba por su peor momento. Tres días antes de aquel 2 de abril de 1982, una manifestación sindical, brutalmente reprimida por la policía, había derivado en una verdadera batalla campal librada en calles y avenidas adyacentes a la Plaza de Mayo en la ciudad de Buenos Aires. Ese era el clima reinante en el país.
La Junta de Comandantes creía que la ocupación de las islas Malvinas —un acto de reparación del despojo sufrido en 1833— devolvería a las Fuerzas Armadas parte del prestigio perdido en los últimos años y les insuflaría el oxígeno político suficiente como para mantenerse en el poder o, de mínima, hallar sin apuro y sin oposición a la vista, una salida honorable al atolladero en que se encontraban.
En medio de ese delirio de soberbia y voluntarismo, se creyó que el Reino Unido iba a permanecer impasible; que Margaret Thatcher, la dama que gobernaba con mano de hierro lo que quedaba del viejo imperio, no tendría agallas ni espaldas suficientes para despachar una flota al lejano Atlántico Sur. También se abrigó la ilusión de que los EE.UU. y el presidente Ronald Reagan iban a apoyar la causa. Ambas apuestas pecaron de ingenuidad y, obviamente, resultaron fallidas: Inglaterra despachó una flota poderosa y EE.UU. jugó todas sus fichas a favor de su aliado histórico. Con excepción de unos pocos países hermanos, la Argentina quedó prácticamente sola, mano a mano con una de las mayores potencias mundiales.
Desde el punto de vista militar, la suerte quedó echada cuando los británicos pusieron en marcha la Operation Corporate para desbaratar la endeble “Operación Rosario” —en referencia a Nuestra Señora del Rosario— de la dictadura argentina. El hundimiento criminal del crucero ARA General Belgrano inició la cuenta regresiva que culminaría en la ulterior rendición del 14 de junio de aquel año.
Fue una guerra desigual que duró 74 días y enfrentó a uno de los ejércitos más profesionales y mejor pertrechados del mundo con otro que no estaba a la altura de una contienda de semejante magnitud. Poco pudieron hacer el heroísmo y entrega de nuestros combatientes para revertir un final cantado desde el comienzo. Igual, corresponde destacar el arrojo y pericia de los pilotos argentinos y la valentía y sacrificio de oficiales y soldados que resistieron durante semanas el avance del enemigo en los pozos de zorro, ateridos de frío, sin logística ni provisiones suficientes.
Los grandes ganadores fueron la Thatcher, que salvó a su alicaído gobierno, y los malvinenses, que lograron reconocimientos y prebendas que jamás hubieran tenido de no haber mediado la guerra. Para el país las consecuencias fueron funestas, empezando por los muertos —649 en acciones de guerra, más las bajas y suicidios que le siguieron—, las pérdidas materiales y el alejamiento de la posibilidad de recobrar la soberanía sobre nuestras islas por la vía diplomática, al menos hasta hoy.
Y una vez más: el aventurerismo de quienes embarcaron al país en aquella peripecia sin chances de éxito no desmerece el patriotismo de oficiales, suboficiales y soldados que lucharon y murieron en Malvinas pese a la desigualdad de condiciones con el enemigo que tuvieron en frente.
Sin embargo, el sacrificio de nuestros héroes no fue en vano: la derrota parió la democracia y obligó la retirada vergonzante de una dictadura que, caso contrario, hubiera mantenido “las urnas bien guardadas”, como había profetizado Leopoldo Fortunato Galtieri.
En homenaje de todos ellos, de los caídos y veteranos, debemos ganar otra guerra: la de la Memoria, contra el olvido y la indiferencia.
Honor y gloria a todos quienes dieron sus vidas por la Patria.
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