Julio Argentino Roca ocupó la centralidad del momento histórico de fines del siglo 19 y comienzos del 20. Fue la figura emblemática de la llamada Generación del ’80, presidente de la Nación entre 1880 y 1886 y un segundo mandato entre 1898 y 1904. Su gestión gubernativa, desarrollada bajo el lema “Paz y Administración”, tuvo puntos altos en ese período fundacional de la Argentina moderna. Merece destacarse, por ejemplo, la sanción de la Ley de Educación N° 1420, que en las décadas siguientes obró como una poderosa turbina de inclusión y progreso.
Sin embargo, su memoria quedó atrapada en una controversia focalizada en la llamada “conquista del desierto”, que encabezó durante la presidencia de Nicolás Avellaneda. Los detractores de su desempeño, bajo el cargo de genocida, promueven bajarlo de las estatuas y renombrar las calles que llevan su apellido. Sus panegiristas, en cambio, lo elevan a la categoría de estadista y visionario.
Aquella famosa campaña de 1878 y los años siguientes tuvo como objetivo la ocupación física de un territorio que por entonces era un espacio continental difuso donde no se había ejercido la soberanía de manera efectiva, ni en la etapa colonial ni después de 1810. Ese dominio mostrenco no era desdeñable: el mapa de aquella Argentina era poco más de la mitad del actual. Si se trazaba una línea imaginaria uniendo San Rafael (Mendoza), Villa Mercedes (San Luis), Río Cuarto (Córdoba), Venado Tuerto (Santa Fe) y Chascomús (Buenos Aires), todo lo que se hallaba al sur de la misma, hasta Tierra del Fuego, conformaba el aludido desierto; que no era tal, ya que era el hábitat de comunidades originarias y lugar de tránsito de pueblos nómades. Podría decirse que en ese tiempo había cierta resignación a que esa vasta extensión —apetecida por Chile— fuera una jurisdicción indefinida, custodiada por una línea de fortines y, más tarde, por la legendaria zanja de Alsina para frenar los malones que asolaban la campaña.
Roca, ministro de Guerra de Avellaneda, fue el encargado de ejecutar una estrategia ofensiva en lugar de defensiva para concretar la ocupación fáctica de buena parte de la provincia de Buenos Aires y la Patagonia completa. Esa tercera campaña —las dos anteriores fueron conducidas por Martín Rodríguez en 1821 y Juan Manuel de Rosas en 1833— contó con el concurso de unos 6.000 hombres provistos de armas modernas y un millar de “indios amigos”, como se les llamaba.
La expedición llegó hasta las márgenes del río Negro y el 25 de mayo de 1879 se izó el pabellón nacional en la isla Choele Choel. Roca retornó a Buenos Aires a ocuparse de su candidatura presidencial y sus oficiales continuaron adelante, sofocando los últimos focos de resistencia. Tribus enteras fueron trasladadas, desmembradas o reducidas a la servidumbre. Según el reporte oficial, el saldo fue de 1.313 indios de lanza muertos, 1.271 prisioneros, 10.513 indios de chusma cautivos y 1.049 reducidos. Entretanto, los amigos del poder se repartían las mejores tierras, apellidos patricios convertidos en portentosos latifundistas.
Esas y otras cuestiones que sobresalen en el lado B de la incursión militar que aseguró la soberanía territorial deben revisarse en el contexto del clima de época. ¿Podrían haberse hecho las cosas de modo más humanitario? Seguramente, aunque la sociedad de entonces denostaba las acciones violentas de los pueblos indígenas que robaban ganado, arrasaban poblados y secuestraban mujeres y niños. ¿Podría haber sido más transparente el reparto? Por cierto, aun cuando Rosas había hecho lo mismo.
Los exabruptos del presente, mucho menos la violencia, son inaceptables. El camino legal de la reparación histórica de las comunidades originarias está expedito: el artículo 75, inciso 17, de la Constitución Nacional reconoce la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas, resguarda las tierras que tradicionalmente ocupan y asegura su participación en la gestión de sus recursos naturales, entre otros derechos.
Roca tuvo una relación cercana con Córdoba. Estuvo al frente de la Comandancia de la Frontera Sur con sede en Río Cuarto. Su esposa era la cordobesa Clara Funes, su concuñado Miguel Juárez Celman, gobernador de la provincia y presidente de la República. Pasaba largas temporadas en la estancia La Paz, convertida en solaz familiar y ámbito propicio para la rosca política de esos tiempos. Su hijo Julio Argentino —Julito— fue gobernador de Córdoba entre 1822 y 1825. Un departamento sureño lleva su nombre, lo mismo que calles, plazas y escuelas en distintos lugares. Incluso, miembros conspicuos de aquella campaña al desierto como los generales Levalle y Fotheringham dieron su nombre a sendas poblaciones, lo mismo que Alejandro Roca, uno de sus hermanos.
Parece cumplirse lo que el maestro Félix Luna puso en boca del personaje: “A pesar de todo sigo siendo una roca sola y erguida, que todavía constituye una referencia insoslayable en el paisaje de mi Patria…”
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