El 3 de marzo de 1816 se libró la batalla de El Villar, en el corazón del Alto Perú. Ese día, la heroína de esa parte de América, Juana Azurduy, volvió a demostrar su valor y patriotismo luchando a la par de los hombres, como era su costumbre.
Nada fue fácil en la vida de Juana Azurduy, dominada por el sino de la tragedia. No por obra del destino, que la depositó en 1780 en un hogar de buen pasar en Chuquisaca y la dotó de una singular belleza, bien criolla, sino por propia decisión: la de consagrar su vida a la causa de la libertad, toda una quimera en tiempos virreinales.
Tal vez fue porque respondió al llamado de la sangre indígena que corría por sus venas, la misma de su madre; o porque Manuel Ascencio Padilla se cruzó en su camino, y ella no dudo un instante en atar su destino al de aquel hombre del que se enamoró de sólo verlo. Y pensar que sus tíos y tutores, después de que perdiera a sus padres siendo niña aún, la confinaron en un internado de monjas, donde duró poco.
Enseguida quedó claro que su carácter díscolo y su espíritu libertario no se llevarían bien con la vida en el convento y fue expulsada sin miramientos. Ese mismo temperamento fogoso fue el que más tarde la puso al lado de Padilla para luchar contra los españoles, amos y señores de su tierra, el Alto Perú. No tenía obligación ni necesidad de hacerlo, después de todo ella era hija de español y gozaba de las prerrogativas de sangre. Sin embargo, abrazó la causa de la revolución.
Ni siquiera los cuatro hijos que trajo al mundo le impidieron cabalgar junto a su marido y entreverarse en los combates como uno más de sus hombres, y ganarse por derecho propio el rango de comandante. Claro que la fatalidad le cobraría muy temprano su osadía: tras una escaramuza, en marzo de 1814, para salvar su vida, debió huir con sus hijos a cuestas e internarse en un monte inhóspito y pantanoso. Allí, acosados por el hambre y las plagas, murieron dos, y, poco más tarde, víctimas de las enfermedades contraídas, los otros dos.
Pese al golpe brutal, capaz de derribar al más pintado, Juana siguió luchando por la vida y la libertad. Cuando, cinco meses después, entró a todo galope al campo de batalla, estaba pronta a dar a luz a su quinto hijo, que nació allí, a la orilla del río, a escasos metros de donde se combatía.
Para entonces su cabeza tenía precio, y la codicia llevó a algunos a concebir la traición. Juana, advertida de las intenciones de estos hombres venales, los enfrentó y pudo huir con su pequeña en brazos. No sin antes, según se afirma, dar cuenta de un certero sablazo del cabecilla del grupo. Después vinieron una seguidilla de entreveros y batallas que jalonaron aquella gesta heroica, que pasó a la historia como la Guerra de las Republiquetas: Tarvita, El Salto, Quila Quila, Potolo, Las Cañadas y La Laguna.
El Villar
Fue el 3 de marzo de 1816. Los españoles, que habían destrozado al Ejército del Norte en Sipe Sipe, recuperaron el control del territorio y consolidaron su dominio en la región. A esa altura, Padilla y los suyos, que seguían incitando a la insurrección, eran la piedra en el zapato que aún quedaba por eliminar. Sobre todo después de que el jefe rebelde lanzara un ataque sorpresivo sobre Chuquisaca, aprovechando que la plaza estaba en ese momento desguarnecida.
Padilla y los suyos no lograron tomar la ciudad, pero ese gesto temerario convenció a Pezuela, el jefe realista, de que había que terminar cuanto antes con esa molesta guerrilla, así que mandó un par de batallones y tropas de caballería tras ellos. Padilla, alertado de la maniobra, dividió sus efectivos, indígenas en su mayoría, y cubrió el territorio que conocía como la palma de su mano.
A Juana le tocó defender El Villar, un modesto paraje de la zona. Contaba para ello con la guardia de amazonas –un grupo de mujeres tan aguerridas como ella– que la acompañaba a todas partes, una treintena de fusileros y dos centenares de aborígenes, armados con garrotes. Eso era todo. Sin embargo, se las arreglaron para resistir el embate y rechazar al enemigo, que sufrió fuertes pérdidas. La propia Juana, convertida en una fiera, comandó la hazaña, a lomo de su caballo y sable en mano, como solía hacerlo, y se dice que fue ella en persona quien arrebató el pabellón del rey de manos del abanderado y lo paseó triunfante por el campo de batalla.
El remate de la acción fue la captura y fusilamiento de 14 oficiales españoles. La represalia no tardó en llegar y poco después los villorrios más cercanos fueron atacados por soldados de Pezuela que regresaron a Chuquisaca con la cabeza de los pobladores clavados en la punta de sus picas. Así estaban las cosas en el Alto Perú.
Por esta acción, el General Manuel Belgrano recomendó que se la nombrara teniente coronela del Ejército Argentino. Sin embargo, el destino no tardaría en volver a ensañarse con la pobre Juana. El 14 de setiembre de 1816 le arrebató a su amado Manuel. Padilla murió, paradójicamente, en el sitio que poco antes su mujer había defendido con ahínco: El Villar, sólo que esta vez las fuerzas enemigas eran muy superiores y pusieron rápidamente en fuga a los patriotas. La persecución duró poco: Padilla cayó en manos de los españoles y Aguilera, que comandaba la partida, lo bajó de un pistoletazo y lo degolló él mismo. Luego clavó su cabeza en una pica que colocó en la plaza de La Laguna, a la vista de todos, para que supiesen la suerte que les esperaba si se atrevían a seguir los pasos del guerrillero. Juana, con el dolor a cuestas, se dirigió a Salta, donde se puso a las órdenes de Martín Miguel de Güemes, convertido ya en el último eslabón de una cadena que se había roto por completo. Luchó junto a él hasta 1821, año en que el general fue herido de muerte.
Triste final
Lo que vino después fue muy triste. La guerra concluyó en 1824, con la última gran batalla librada en el Alto Perú, la de Ayacucho.
Poco después, la región en la que había corrido tanta sangre quedó convertida en una república independiente: Bolivia, bautizada así en homenaje a Simón Bolívar. Sin embargo, la buena nueva no cambió la suerte de Juana, que finalmente pudo regresar a sus pagos, pero se encontró rodeada por la miseria y huérfana de ayuda, y así pasó el resto de su vida.
Murió en 1862, a los 82 años, pobre y olvidada, incluso por la historia oficial; salvo por la hermosa zamba que le dedicaran Ariel Ramírez y Félix Luna. A ella, la flor del Alto Perú.
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