Juan Manuel de Rosas murió el 14 de marzo de 1877. En la bibliografía tradicional, su rastro se pierde en 1852 cuando, tras la derrota de Caseros, partió a un exilio que duraría 25 años.
En Inglaterra, el destino elegido, vivió en Southampton; los primeros meses junto a su hija Manuelita, hasta que ella se casó con Máximo Terrero, su eterno prometido, y el matrimonio se mudó a Londres. En 1865 se trasladó a Burguess Farm, la finca rural donde recreó una pequeña chacra que atendía personalmente. Allí volvió a sentirse como un gaucho; se levantaba al alba, montaba a caballo, tomaba mate y pasaba largas horas al aire libre. Por las noches se encerraba en su cuarto a leer o escribir.
No le sobraba dinero y le habían confiscado sus bienes. Salvo Justo José de Urquiza, quien le prestó alguna ayuda, el resto le había vuelto la espalda luego de que cayera en desgracia. En 1857, la legislatura de Buenos Aires lo había declarado “reo de lesa patria”.
Había enviudado tempranamente, en 1838, y no volvió a casarse, aunque tuvo cinco hijos con Eugenia Castro —su barragana, según la pluma filosa de José Mármol— mientras vivió en la residencia de Palermo de San Benito, recibiendo visitantes y rodeado de amanuenses y bufones, hasta 1852. Todo eso había quedado en el pasado. Su ánimo, igual que su energía, fue decayendo lentamente, mientras en su patria la nueva agenda lo condenó al olvido.
“No fumo, no tomo rapé, vino ni licor alguno, no asisto a comidas, no hago visitas ni las recibo, no paseo, ni asisto a teatros, ni a diversiones de clase alguna. Mi ropa es la de un hombre común. Mis manos y mi cara son bien quemadas y bien acreditan cuál y cómo es mi trabajo diario incesante para en algo ayudarme. Mi comida es un pedazo de carne asada, y mi mate. Nada más”. Así le contaba cómo trascurrían sus días a Josefa Gómez, su entrañable amiga “Pepita”, con quien se carteó durante años.
Un sábado glacial del invierno boreal de 1877, poco antes de cumplir 84 años, permaneció a la intemperie más de la cuenta y contrajo una neumonía. El lunes 12 de marzo, el médico envió un telegrama urgente a Manuelita, quien acudió de inmediato y no se apartó del lecho de su padre. El martes 13 experimentó una efímera mejoría: a la mañana siguiente, miércoles 14 de marzo, su corazón se detuvo.
Un año antes de su muerte, había dispuesto un agregado a su testamento: “Mi cadáver será sepultado en el cementerio católico de Southampton hasta que en mi patria se reconozca y acuerde por el gobierno la justicia debida a mis servicios”. En 1989, 112 años después, el ataúd fue rescatado del viejo cementerio y trasladado a Francia por vía aérea. En Orly se vivió un momento emotivo cuando se abrió el cajón para cambiar el féretro y se hallaron entre las cenizas una dentadura de metal, un crucifijo y un plato de porcelana.
En Buenos Aires, los restos fueron recibidos con todos los honores y depositados en el cementerio de la Recoleta, en la bóveda familiar de los Ortiz de Rozas —su apellido original—, donde se encuentran actualmente. En 1999 se inauguró el monumento emplazado en avenida del Libertador y Sarmiento, próxima al lugar donde se levantaba la legendaria residencia palermitana.
¿Ángel o demonio? No hay unanimidad en torno a su figura, la biblioteca está dividida: para algunos sigue siendo un tirano, un déspota como lo estigmatizaron los unitarios de su tiempo; en tanto que para otros fue un gran defensor de la soberanía y la nacionalidad, incluido José de San Martín, quien le confió su legendario sable como tributo a la firmeza con que enfrentó a las potencias europeas.
Se lo suele exaltar como un gran referente federal, aunque si bien respetó la autonomía de las provincias que integraban la Confederación, no compartió la renta aduanera, que siguió en las exclusivas manos de la provincia de Buenos Aires. Tampoco apuró la postergada organización nacional, lo que suscitó diferencias con federales de peso, como Juan Facundo Quiroga.
Además de estancieros y el clero, contó con el apoyo del llamado “bajo pueblo”, gente de los arrabales y la campaña. El lado oscuro de su larga permanencia en el poder fue el modo autoritario que caracterizó a su gestión, la intolerancia hacia las voces disidentes y la violencia practicada por la Sociedad Popular Restauradora, más conocida como La Mazorca. Y el estigma mayor: el fusilamiento de Camila O’ Gorman y Ladislao Gutiérrez por faltar a reglas canónicas.
El debate sigue abierto; lo cierto es que Juan Manuel de Rosas fue durante dos décadas el hombre más poderoso de su época y dejó una huella indeleble en historia argentina.