José Rafael Hernández murió el 21 de octubre de 1886. Al día siguiente, los diarios de Buenos Aires titularon: “Ha muerto el senador Martín Fierro”, aludiendo a su doble condición de legislador en ejercicio y creador del personaje que lo hizo famoso, plasmando en letras de molde esa poderosa simbiosis entre el autor y su obra cumbre.
Hasta hoy, se lo suele presentar como un excelso poeta de las cosas nuestras sin mezclarlo con la política de su tiempo de la que fue activo protagonista. A lo largo de sus cincuenta y dos años de vida, José Hernández fue un poco de todo: político, guerrero, parlamentario, masón, comerciante, estanciero, funcionario público, taquígrafo, orador, poeta y periodista. Como Sarmiento, luchó con la espada, con la pluma y la palabra; escribió y guerreó tanto como el sanjuanino, con igual fogosidad, claro que del otro lado del mostrador, el de la “barbarie”. No en vano escogió como personaje a un gaucho arrollado por el avance de la “civilización”, el otro polo de la Argentina binaria de aquella época.
Pese a las posibilidades que le brindaban su linaje de cuna —Pueyrredón por línea materna— y posterior formación, fue políticamente incorrecto, apostando sus fichas en el espacio federal, la experiencia que sucumbió después de Pavón, la fatídica batalla que selló la suerte de la efímera Confederación Argentina, allá por 1861. Poco después participó de una nueva tragedia confederada: la batalla de Cañada de Gómez, donde vio de cerca la furia de los degolladores unitarios capitaneados por Venancio Flores.
Decepcionado con Urquiza como la mayoría de los federales y convertido casi en un paria, trató de mantener viva, a fuerza de inflamados artículos periodísticos publicados en “El Argentino” y otros medios opositores, la llama de la resistencia provinciana contra el ascenso inexorable del porteñismo duro de Bartolomé Mitre, encaramado a la presidencia. Una epopeya sin destino protagonizada por los últimos caudillos que, uno a uno, fueron arrasados por los sables mitristas: Ángel Vicente Peñaloza, Felipe Varela y, el último, Ricardo López Jordán, cuya algarada de 1870 y su consiguiente fracaso dispersó al federalismo residual, incluido Hernández, que fue a parar al Brasil.
De regreso en 1872, guardó la espada y desenvainó nuevamente la pluma, más filosa que nunca: una pluma impetuosa, para nada neutral, comprometida con los tiempos políticos que corrían. “Más sirve a los gobiernos la prensa opositora que la prensa oficial, porque aquella señala siempre los errores y los escollos, mientras que ésta se empeña en facilitar el camino y en obscurecer la verdad que hiere y deslumbra”, escribió en “El Río de la Plata”, el pasquín que fundó para fustigar al presidente Sarmiento.
Aquel año, instalado en el Hotel Argentino, en la Buenos Aires asolada aún por los coletazos de la epidemia de fiebre amarilla, dio vida a los versos del “Martín Fierro”. Una obra de inmenso valor literario que es, además, una denuncia política; un ardid poético de alto vuelo para rescatar y dar visibilidad al gaucho, concebido como víctima simbólica de un estado de cosas que le hacen proferir ese clamor de justicia que brota de las entrañas del personaje. El autor, como él mismo declaró, “opina cantando”, habla por boca de su criatura: le hace decir todo lo que, dicho con menos estilo y calidad artística, hubiera caído irremisiblemente en el olvido.
Una segunda revolución jordaniana —que Hernández apoyó con el mismo fervor que la primera— lo devolvió al exilio, donde siguió publicando sus notas contra el gobierno argentino. Durante la presidencia de Avellaneda, retornó a su país, despejado ya de caudillos, donde despuntaba la visión de la Generación del ‘80, de la que tomó debida nota como quedó plasmado en “La vuelta de Martín Fierro”, la segunda parte que tiene un tono más reposado que la primera.
En los últimos años de su vida anduvo entreverado en la refundación política de aquellos días, en las filas del autonomismo de la provincia de Buenos Aires, como diputado (entre 1879 y 1882) y senador provincial (desde 1882 a 1886). No cuesta imaginarlo con su metro noventa, la barba poblada y ese vozarrón que retumbaba en el recinto, confrontando en sesiones memorables con Leandro N. Alem por temas urticantes como la federalización de la metrópoli, que Hernández apoyaba y Alem rechazaba con igual ímpetu y talento oratorio.
Muchos autores trataron de imitarlo e incursionaron en el género gauchesco, alumbrando nuevas historias y personajes. Sin embargo, ninguno alcanzó la notoriedad y el arraigo popular de Martín Fierro, el gaucho argentino por antonomasia. Con el paso del tiempo, se trató de edulcorar la causticidad y sentido interpelante de la obra primigenia, aunque sin acallar el grito de rebeldía y bronca del personaje que la inspiró:
“Para él son los calabozos/
para él las duras prisiones/
en su boca no hay razones/
aunque la razón le sobre/
que son campanas de palo/
las razones de los pobres”.
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