Cuesta entender por qué un tema tan importante para la ciudad deba tratarse de apuro, en enero, cuando la gente está en otra cosa. Por qué aprobarlo así, a las apuradas, sin escuchar otras voces, evaluar otras alternativas, conocer más un proyecto del que casi nada se sabe, consultar, comparar.
No es un convenio urbanístico más; este compromete un patrimonio ambiental único e irrecuperable de la ciudad, cuyo destino afecta a las presentes y futuras generaciones. Eso sólo ameritaba un debate despojado de urgencias injustificadas.
Sin embargo, el intendente Mestre acelera los tiempos al máximo. ¿Por qué? ¿Temen, acaso, los mentores del proyecto que cuando la gente vuelva a pisar tierra firme, luego de las vacaciones, los festivales, los concursos veraniegos y todo vuelva a la normalidad, caiga en la cuenta de que ya no hay marcha atrás posible, que la Reserva Verde se perdió para siempre?
¿Poco o mucho?
Los argumentos planteados en la profusa publicidad oficial -que pagan los vecinos- exaltan cuestiones tales como que el 50% de las 22 hectáreas que ocupaba el ex Batallón permanecerán como espacio verde y que, además, el Municipio obtendrá un beneficio de 140 millones de pesos en obras.
Lo primero que corresponde aclarar es que lo firmado dice otra cosa. La superficie destinada a Reserva para Parque Urbano es del 15% (3,34 hectáreas), que es lo único que volvería a dominio público y por tanto, ese destino estaría asegurado. No así el resto.
En cuanto al beneficio económico, lo acordado son 97 millones, según consta en el convenio, pagaderos con una obra de cloacas en la zona sur. El Municipio se esfuerza en elevar dicha cifra a 140 millones de pesos, adicionando los nudos viales planificados, pero no está firmado quién se hace cargo del costo de los mismos. Es obvio que debiera ser el desarrollista, ya que favorecen directamente al proyecto.
Además, la determinación de la compensación a cargo de Corporación América se tiró abajo por tres vías distintas: computando sólo 313.000 metros cuadrados de los 446.000 metros autorizados; tomando como referencia un valor irreal del metro construido (3.090 pesos); y aplicando un porcentaje arbitrariamente bajo (10%) sobre la plusvalía calculada.
Adoptando otra metodología de cálculo, la compensación podría haber sido mucho más favorable a la ciudad: cálculos preliminares indican que el valor actual de mercado de las futuras construcciones superaría los 600 millones de dólares. Tomando esa cifra como punto de partida, se llega por distintas vías a una compensación varias veces superior a la negociada con el desarrollista, que se publicita a mansalva.
Sin embargo, hay otro punto de vista que no puede soslayarse: el llamado “costo de oportunidad”. Los manuales de Economía dicen que es el costo en que se incurre por adoptar una decisión en lugar de otra, lo que se deja de percibir por hacer A en vez de B. En el caso que nos ocupa, el costo de oportunidad –que hoy día es perfectamente mensurable- está representado por el sacrificio de un pulmón verde de esas dimensiones en el corazón de la ciudad, sumado a los costos adicionales a cargo del erario público que acarreará una nueva urbanización.
Otro argumento repetido hasta el hartazgo es que el sitio es hoy un basural a cielo abierto poblado de alimañas. Y, además, un tapón a la conectividad urbana en ese sector. Es cierto, tal como lo manifiestan los vecinos que sufren las consecuencias, pero nada de ello es inocente o fruto del azar. Quienes debían controlar que eso no pasara, eran, justamente, la Municipalidad, que debió hacer cumplir las normas vigentes en materia de cuidado y limpieza de sitios baldíos, y, supletoriamente, la Secretaria de Ambiente de la Provincia, que, por supuesto, hizo la vista gorda.
Razones del apuro
Hay una sola explicación: la aprobación de la ordenanza mejora sustancialmente la posición del comprador. El señor Eurnekian compró esas tierras sabiendo que no podía hacer nada con ellas mientras no se fijara el llamado “uso del suelo”, que por ser -en ese momento- Reserva Militar, no lo tenía. Por ese motivo, ningún desarrollista cordobés quiso arriesgarse a comprar un terreno sin saber qué podría hacerse allí. Eurnekian confió en las promesas: pagó una bicoca, y se sentó a esperar.
El tiempo parece darle la razón: la aprobación del convenio urbanístico pondrá en sus manos lo que no tenía: derechos adquiridos para accionar contra el Municipio. Tanto no los tenía que si hubiera querido exigir algún resarcimiento, lo único que podía reclamarle a la Provincia –nunca al Municipio- era la restitución de lo que pagó en su momento. Ahora, en cambio, podrá reclamar un lucro cesante de 600 millones de dólares.
Obviamente, nadie está en contra del progreso ni desea que el predio siga degradándose: quienes defendemos el estatus actual de Reserva Verde adherimos a la recomendación de la Universidad Nacional de Córdoba y de las organizaciones ambientalistas que proponen unificar la zona con el Parque Sarmiento y crear un gran espacio verde de libre acceso; nada que ver con lo que hoy es. La idea cuenta con el aval de la bióloga cordobesa Sandra Díaz, integrante del equipo que recibió el Premio Novel de la Paz en 2010.
Había alternativas a evaluar para viabilizar ese propósito. Lamentablemente, con la sanción súbita del convenio, el debate en torno a si es mejor convertir las 22 hectáreas en una zona residencial o mantenerlas como parte del patrimonio ambiental de la ciudad, devendrá en abstracto.
La responsabilidad de que sea así es del radicalismo que gobierna la ciudad, que no dio tiempo para que ese debate tenga la seriedad y profundidad que merece. Prevaleció la estrategia -tantas veces adoptada- del hecho consumado. “A llorar al campito”, nos dirán con sorna los ganadores. Una pena que, en este caso, el “campito” sea el último pulmón verde de la ciudad.
Si no hay nada oculto, los culpables de que las cosas se hagan de esta manera, tan poco transparente, debieran explicar las verdaderas razones del apuro.
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