A las 20 y 25 del sábado 26 de julio de 1952, la voz grave del locutor de la cadena nacional de radiodifusión dio la noticia: había muerto Eva Perón. El cáncer que la llevó a la muerte se había manifestado dos años antes, y fue implacable con la entonces primera dama.
Su paso terrenal fue breve pero intenso; apenas 33 años le bastaron para quedar en la historia. Ese periplo tuvo un antes y un después de su legendario encuentro con Juan Domingo Perón; un designio del destino que cambió su vida. Hasta allí, era una joven empeñosa que trataba de ganarse un lugar en el escarpado mundo del espectáculo. Con Perón llegó el tiempo que la proyectaría como sujeto histórico: una dimensión simbólica que le confirió el peronismo al que consagró el resto de sus días.
Las distintas miradas y opiniones, aún las menos complacientes, coinciden en que fue una figura disruptiva para la Argentina de su tiempo. Más allá de lo que hizo, bien o mal, y de lo que no hizo o no pudo hacer, rompió el molde tradicional de mujeres de bajo perfil; dándole visibilidad al protagonismo femenino en la cima del poder, reducido hasta entonces al rol insustancial de las primeras damas que la antecedieron. Sin embargo, no se la puede encasillar como feminista, porque no lo era, tal como quedó asentado en “La razón de mi vida”, su libro testimonial.
Tampoco era un cuadro político según los cánones de la época; no tenía esa formación ni procedencia. El empoderamiento y la insolencia plebeya, que molestaba a sus detractores, probablemente tenían que ver con sus orígenes, con la infancia desangelada que transcurrió en Los Toldos y Junín. Y Perón le dio alas; por resultarle funcional, según algunos, o porque comprendió que esos atributos estaban en su naturaleza, según otros. Lo cierto es que su personalidad avasallante, transgresora, electrizó el clima político de ese tiempo; con sus discursos incendiarios marcaba la cancha hacia dentro y fuera del movimiento.
Se le reconoce su enjundiosa tarea al servicio de los más humildes. Sin embargo, no ocupó ningún cargo público. La vicepresidencia, impulsada por la CGT en el cabildo abierto del 22 de agosto de 1951 en la avenida 9 de Julio, quedó en el camino, decepcionando a la multitud que la aclamaba y, a la vez, tranquilizando a los mandos militares que se oponían visceralmente a su candidatura. Aquel rol asistencial lo cumplió desde la Fundación que llevaba su nombre, donde pasaba largas horas atendiendo a las personas que acudían en busca de ayuda.
A su vez, se le suele adjudicar el logro del sufragio femenino, una reivindicación de larga data de las mujeres argentinas, resistida durante décadas por el poder masculino de turno. Es cierto que su influencia facilitó la sanción, aunque es un mérito compartido con luchadoras incansables como Julieta Lanteri, Cecilia Grierson y Alicia Moreau, entre tantas otras que a su tiempo levantaron esa bandera. El 11 de noviembre de 1951 se produjo el ansiado debut electoral de las mujeres. Las imágenes de la época la muestran en la cama del hospital donde fue operada, devastada pero sonriente, echando su voto dentro de la urna que las complacientes autoridades de mesa llevaron hasta allí.
El final se acercaba. El 1º de mayo de 1952, visiblemente desmejorada, pronunció su último discurso desde los balcones de la Casa Rosada, y volvió a fustigar a los enemigos de Perón. El 7 de mayo cumplió 33 años, y el Congreso le concedió el título honorífico de “Jefa Espiritual de la Nación”. El 4 de junio, Perón asumió la segunda presidencia y fue su última aparición en público.
Envuelta en un abrigo de piel que disimulaba su extrema delgadez y apoyada en un dispositivo que la ayudaba a sostenerse en pie, recorrió el trayecto desde el Congreso hasta la Plaza de Mayo, saludando desde el Packard descapotado a la gente que la aclamaba desde veredas y balcones.
En los días que siguieron, su vasta legión de seguidores oraba, imprecaba, levantaba altarcitos y sembraba el país de velas, flores y retratos de la enferma, pidiendo por su pronta recuperación.
También estaban los otros, los que escribían “¡Viva el cáncer!” en las paredes de barrio Norte.
Falleció el 26 de julio, en el palacio Unzué, la entonces residencia presidencial demolida durante la Revolución Libertadora. Las exequias fueron apoteóticas. Su cuerpo quedó depositado en la sede de la CGT de calle Azopardo. Permanecería allí hasta tanto se construyera el monumento en cuya cripta serían sepultados sus restos embalsamados. El polémico mausoleo jamás se construyó y al cadáver de Eva Perón le esperaba un destino errante. Pero ese es el comienzo de otra historia o, más bien, del mito que trascendió a su dueña.
Mientras tanto, a 70 años de su muerte, el modesto mausoleo de la familia Duarte es el más visitado en el cementerio de la Recoleta.
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