"Hay un Sarmiento para la escuela, otro para las apoteosis oficiales, otro para la erudición monográfica, otro para la polémica sectaria”, señala Ricardo Rojas en su entrañable El profeta de la pampa.
En efecto, la multiplicidad de facetas de Domingo Faustino Sarmiento, su energía vital y la diversificación de sus acciones, lo convierten poco menos que en un Leonardo argentino; un genio criollo capaz de discurrir, como el eminente florentino, por variados campos del arte y el conocimiento.
Acertó Leopoldo Corretjer, el autor del Himno a Sarmiento, con aquello de: “con la espada, con la pluma y la palabra”. En efecto, esas y otras fueron las armas y herramientas con que el sanjuanino la emprendió contra todo y todos los que se cruzaron en su camino, en la lucha frontal con sus enemigos declarados: la ignorancia y el atraso de los pueblos. Fue escritor, periodista, político, militar, educador y diplomático, entre otras cosas. Sin embargo, resulta imposible dividirlo, segmentarlo: Sarmiento es en sí mismo una unidad tangible y monolítica. Iluminista a su tiempo, romántico después, laicista y positivista más tarde, renegó siempre del conservador legado colonial y el oscurantismo español.
Con frecuencia desbordado e intratable, representa por lejos la figura más controversial y fascinante a la vez de la historia argentina, que osciló entre un progresismo innegable en ciertas materias y la intolerancia explícita en otras. A lo largo de su vida, en la que hizo un poco de todo, hubo tantas anécdotas que lo pintan como un adelantado de su época, como episodios propios de un cavernícola. Una especie de Dr. Jekill y Mr. Hyde de nuestras pampas, que mereció este otro párrafo de Ricardo Rojas, ya citado: “Cuando se confronta el Sarmiento polemista con el Sarmiento pedagogo, tan severo a minucias de metodología y de organización escolar, uno se desconcierta por darse tan diferentes rasgos en una sola persona”.
Es que Sarmiento era agonal, volcánico, de sangre caliente; transgresor nato, no admitía las medias tintas en nada, ni en las cuestiones oficiales ni en las privadas, por nimias que estas fueren. Basta con recordar que, estando casado, fue capaz de protagonizar un romance público con una dama mucho más joven que él, hija de un dilecto amigo: Aurelia Vélez. O emprenderla a bastonazos en la vía pública contra un periodista de un bando contrario que lo había ofendido.
Desafecto a las transacciones inconducentes, era lo más “políticamente incorrecto” de su tiempo; por ese motivo tuvo enemigos a montones, y más de una vez fue acusado de arrogante, soberbio y hasta de loco. Dual, como el citado personaje de Stevenson, era capaz de enternecerse y hasta derramar alguna lágrima si algo lo conmovía, como de convertirse en un energúmeno si algo o alguien lo sacaba de quicio. En esos casos, era capaz de descender al barro y pelearse aún con quien admiraba, como pasó con Juan Bautista Alberdi, a quien maltrató malamente en Las ciento y una, la flamígera réplica a las Cartas Quillotanas del jurista tucumano, allá por la década de 1850.
Y, sobre todas las cosas, empeñoso. “Por mi madre y por Dominguito, prometo que levantaré la piedra y la subiré hasta la montaña”, emulando a Sísifo, le escribió a Lucio V. Mansilla, principal promotor de su candidatura presidencial. Quiso ser doctor y no pasó de ser un autodidacta, sin formación académica; sin embargo, su tenacidad lo llevó a conseguir un Honoris Causa de la Universidad de Michigan. Quiso ser general y no descansó hasta que, pese a sus escasos méritos militares, sobrevaluados para la ocasión, se le otorgó ese grado.
El mejor Sarmiento
Es, sin dudas, el educador. El fanático de la Educación, más propiamente; el que hizo trizas el molde de instrucción elitista y confesional, vigente desde los tiempos de la colonia. El que militó para que hubiera escuelas donde no las había y para que la enseñanza fuera impartida por igual sin distinción de género —fundó el Colegio de Señoritas en San Juan—, un concepto de avanzada en un tiempo donde la mujer era poco más que un adorno.
Un Quijote que le declaró la guerra al analfabetismo, el que en un país despoblado, sin ciudadanos aún, planteó universalizar la instrucción, hacerla pública y extenderla a los confines de la patria. Elevarla a responsabilidad superior del Estado, alejada tanto del poder político de turno como de las influencias corporativas.
Barruntaba esas ideas desde niño, cuando su tío, José de Oro, le enseñó las primeras letras, que él a su vez enseñó a sus paisanos en la humilde escuelita de San Francisco del Monte, en San Luis; pero fue en 1849, de regreso de un viaje por varios países del Hemisferio Norte donde vio el progreso con sus propios ojos. Sobre todo, en los Estados Unidos de Norteamérica, donde el pedagogo Horace Mann y su esposa Mary le transmitieron sus experiencias. Ese año publicó Educación Popular, una biblia laica en la que sienta los principios que más tarde pondría en práctica. Desierto y atraso eran para él la misma cosa, y la educación el arma letal para derrotarlos. Ese fue el mejor Sarmiento. El que proclamaba que había que “educar al soberano”. El que bregaba para “hacer una escuela de toda la República”.
Durante su presidencia, curiosamente, no se llegó a dictar la Ley de Educación Común, que llegó más tarde, en 1884, pero se hicieron muchas otras cosas que iban en la misma dirección. Por ejemplo, la importación de maestras norteamericanas y la creación de la primera Escuela Normal para la formación sistémica de maestros en Paraná, la siembra de bibliotecas populares por doquier para incentivar la lectura, y la puesta en marcha de una serie de institutos de enseñanza e investigación, como el Colegio Militar de la Nación, la Escuela Naval, el Observatorio Astronómico y la Academia Nacional de Ciencias en Córdoba. Sin olvidar la Sociedad Protectora de Animales, el Jardín Zoológico y el Botánico de Buenos Aires. Y la lista continúa.
El peor Sarmiento
Fue, sin dudas, el político. El que, tras la batalla de Caseros, en 1852, donde peleó del lado de los vencedores, dio la espalda a Urquiza para enrolarse en el porteñismo duro, junto a Bartolomé Mitre, Valentín Alsina y demás halcones de la metrópoli convertida en ínsula rebelde. Sólo porque creía ver en el entrerriano un remedo de Rosas, un nuevo tirano en ciernes proclive a replicar tiempos pasados e incapaz de librar al país de caudillos y mandones.
Ese mismo Sarmiento que dio la espalda a Urquiza fue el que, algunos años después, escribió aquella carta fulminante a Mitre, vencedor de Pavón: “No trate de economizar sangre de gauchos; este es un abono que es preciso hacer útil al país”. En esa misma carta, probablemente la más desafortunada de todas, Sarmiento expone su visión extremista del difícil momento que se vivía: “No deje cicatrizar la herida de Pavón. Urquiza debe desaparecer de la escena. Southampton o la horca”.
Metido hasta el cuello en la guerra civil que ardía en las provincias, un par de años más tarde se solazaba de la muerte del “Chacho” Peñaloza, uno de sus enemigos más acérrimos: “Sin cortarle la cabeza a aquel inveterado pícaro y ponerla en expectación, las chusmas no se habrían aquietado en seis meses”. Por lejos, ese fue el peor Sarmiento.
No creyó en el federalismo, pese a provenir del interior profundo. Aborrecía a los caudillos; veía en ellos el símbolo de la barbarie y el atraso, y prefirió ofrendar su talento a la opulenta Buenos Aires, privando al resto de una mente lúcida, adelantada a su tiempo que, puesta al servicio de la causa federal, sin dudas hubiera rendido frutos más extendidos.
Balance
Así era Sarmiento; las medias tintas no iban con él. Símbolo de un tiempo en que, con frecuencia, la razón sucumbía bajo el peso de las pasiones desbordadas de la hora. Sin embargo, el balance de la historia lo dejó bien parado. Al final, pesaron más en el imaginario colectivo los aciertos que los errores o extravíos, aunque no haya alcanzado la unanimidad de opinión como San Martín o Belgrano.
Por ese raro designio que tocó en suerte a casi todos los grandes de nuestra historia, murió lejos de su patria. En Asunción del Paraguay, el 11 de septiembre de 1888. El traslado de sus restos a
Buenos Aires se hizo en barco, por el río Paraná. El paso del navío fue una continuada manifestación de pesar. El féretro —cubierto a pedido del muerto por las banderas de Argentina, Paraguay, Chile y Uruguay— arribó a la capital argentina el 21 de septiembre de aquel año bajo una intensa lluvia. Una multitud compungida —entre la que se hallaba Aurelia Vélez— lo acompañó hasta su última morada, en el cementerio de la Recoleta.
El entonces presidente Miguel Juárez Celman, con quien en vida no se llevó bien, decretó duelo nacional y dispuso se le rindiesen honores de presidente en ejercicio. Los diarios de la época, en un hecho inusual, se unificaron bajo el nombre de “La Prensa Argentina” para rendirle postrer homenaje. En el acto del sepelio hablaron varias personalidades destacadas, entre ellas, el vicepresidente Carlos Pellegrini, quien lo despidió como “el cerebro más poderoso que haya producido América”. Mientras muchos argentinos lo lloraban, algunos de sus enemigos más acérrimos celebraban su muerte.
Su tesonera labor a favor de la educación fue reconocido por la Primera Conferencia Interamericana de Educación, reunida en Panamá en 1943, que instituyó el 11 de septiembre de cada año para celebrar el Día del Maestro.
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