La presidencia del Congreso era rotativa; le tocó en suerte a un sanjuanino, Francisco Narciso Laprida, ocuparla el 1º de julio, sin saber todavía que presidiría el cuerpo el gran día. Hasta ese momento no había pasado gran cosa; los diputados llevaban más de tres meses de deliberaciones y la discusión seguía girando alrededor de la forma de gobierno a adoptar, sin que se registraran grandes avances ni en ese, ni en ningún otro tema, salvo la designación un tanto forzada de Juan Martín de Pueyrredón. En cuanto a la forma de gobierno, la mayoría se inclinaba por una monarquía constitucional, aunque otros –como Fray Justo Santa María de Oro- bregaban por adoptar el formato republicano.
Mientras, el reloj corría y las presiones externas e internas iban en aumento.
Para encaminar las deliberaciones -un tanto erráticas hasta ese momento-, se encargó a una comisión integrada por los diputados Gascón, Serrano y Sánchez de Bustamante la redacción de un temario capaz de operar como hoja de ruta, que fue puntualmente entregado bajo el pomposo nombre de “Plan de materias de primera y preferente atención para las discusiones y deliberaciones del Soberano Congreso”. Las cosas parecían tomar otro cariz. El Plan –un tanto obvio en cuanto a sus contenidos- fue aprobado en la sesión plenaria del 9 de julio, e inmediatamente se puso a consideración el primer asunto a tratar: “Libertad e independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata”. Luego vendrían la determinación de la forma de gobierno y la sanción de una Constitución, en ese orden.
La trascendencia de la hora podía percibirse en el ambiente: por fin había llegado el momento más esperado desde 1810. Las diferencias y resquemores fueron dejados de lado: nada ni nadie impidió que ese día los congresales hicieran realidad el viejo sueño largamente postergado y declararan solemnemente la independencia de las Provincias Unidas.
Según quedó asentado en el acta, preguntados los presentes: “¿Si querían que las Provincias de la Unión fuesen una Nación libre e independiente de los reyes de España y su metrópoli?”, la respuesta fue espontánea y unánime: “Aclamaron primero llenos del santo ardor de la justicia, y uno a uno reiteraron sucesivamente su unánime y espontáneo decidido voto por la independencia del País, fijando en su virtud la determinación siguiente…”.
Nótese que en lugar de Provincias Unidas, se hace referencia a “Provincias de la Unión”, que guarda cierta sutil diferencia semántica. Obviamente se buscaba reafirmar uno de los objetivos prioritarios de la hora: la unión, que junto a la pacificación conformaban los puntos centrales de la ardua agenda interior.
Lo cierto es que la buena nueva hizo brotar el entusiasmo del público que colmaba galerías y patios de la casona, que estalló en vítores y efusiones de patriotismo atragantado en las gargantas durante años. Lo que sigue es el texto de la declaración largamente esperada, la que demandó sangre patriota derramada en los campos de batalla, sacrificios y pesares -y los seguiría demandando-, según consta en el acta de ese día: “Nos los Representantes de las Provincias Unidas en Sud América reunidos en Congreso General, invocando al Eterno que preside al universo, en el nombre y por la autoridad de los Pueblos que representamos, protestando al Cielo, a las naciones y hombres todos del globo la justicia que regla nuestros votos: declaramos solemnemente a la faz de la tierra, que es voluntad unánime e indubitable de estas Provincias romper los violentos vínculos que las ligaban a los Reyes de España, recuperar los derechos de que fueron despojadas, e investirse del alto carácter de una nación libre e independiente del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli. Quedan en consecuencia de hecho y derecho con amplio y pleno poder para darse las formas que exija la justicia, e impere el cúmulo de sus actuales circunstancias. Todas y cada una de ellas así lo publican, declaran y ratifican, comprometiéndose por nuestro medio al cumplimiento y sostén de esta su voluntad, bajo del seguro y garantía de sus vidas, haberes y fama”.
Y el remate: “Comuníquese a quienes corresponda para su publicación y en obsequio del respeto que se debe a las naciones, detállense en un Manifiesto los gravísimos fundamentos impulsivos de esta solemne declaración. Dada en la Sala de Sesiones, firmada de nuestra mano, sellada con el sello del Congreso y refrendada por nuestros Diputados Secretarios”.
Le tocó al circunspecto Juan José Paso, que oficiaba de primer secretario del cuerpo, dar lectura al texto transcripto, en tanto que Laprida, el presidente del Congreso, henchido de orgullo, fue el primero en estampar su alambicada rúbrica al pie del documento que luego, uno a uno, suscribieron de puño y letra los 29 diputados presentes, representantes de las provincias de San Juan, Salta, Charcas, Buenos Aires, Catamarca, Córdoba, Jujuy, La Rioja, Mendoza, Santiago del estero, Tucumán, Mizque, Chichas y Tarija. Los cordobeses Eduardo Pérez Bulnes y José Antonio Cabrera pudieron darse ese gusto, mientras que Miguel del Corro no pudo hacerlo por hallarse fuera de Tucumán, cumpliendo la misión encomendada por el Congreso.
Conocida la noticia, que corrió como reguero de pólvora, un clima de júbilo inundó la ciudad norteña, que ese día se recibió de “cuna de la independencia”. Al día siguiente hubo desfiles militares y misa solemne, celebrada por Ignacio Castro Barros, quien pronunció una homilía memorable. En casa del gobernador Bernabé Aráoz hubo una breve sesión para conferir a Pueyrredón el grado de brigadier y designar a Manuel Belgrano general en jefe del desvencijado Ejército del Perú, en reemplazo de Rondeau. Esa misma tarde, el Director Supremo partió raudamente hacia Córdoba, donde lo aguardaba el general San Martín desde hacía ya varios días.
Por la noche se celebró un baile de gala en la histórica casona, al que concurrieron los congresales, el general Manuel Belgrano y numerosas damas y caballeros tucumanos. Paúl Groussac, dejó por escrito sus impresiones de esa jornada, que a su vez José Luis Busaniche recogió en sus Estampas del pasado: “Escuchando a doña Gertrudis Zavalía, parecía que llenaran el salón el simpático general Belgrano, los coroneles Álvarez y López, los dos talentosos secretarios del congreso, el decidor Juan José Paso y el hacedor Serrano... Oyendo a don Arcadio Talavera, aquello resultaba un baile blanco, de puras niñas imberbes, como él decía”.
Entre todas las mujeres presentes se eligió una reina: le tocó calzarse la corona a la bella Lucía Aráoz, a la que quien todos comenzaron a llamar "la rubia de la patria". La joven competía en belleza con otra dama presente, que Groussac evoca con estas palabras: “la seductora y seducida Dolores Helguera, a cuyos pies rejuveneció el vencedor de Tucumán, hallando a su lado tanto sosiego y consuelo, como tormento con madame Pichegru…”.
En el acta de la Independencia, transcripta más arriba, quedó asentado que los diputados declaraban que se investían “del alto carácter de una Nación libre e independiente del Rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli”. Así redactado, el texto no dejaba fuera de carrera a otras monarquías interesadas en sustituir a la Corona española, posibilidad latente que lastimaba la susceptibilidad de quienes no estaban de acuerdo con dejar abierta dicha eventualidad. La omisión planteada daba pie al insistente rumor de que los congresales –supuestamente influidos por Belgrano y Pueyrredón, según algunas versiones echadas a rodar- estaban dispuestos a crear una monarquía para luego ofrecer la corona a la casa real portuguesa.
Los miembros del Congreso advirtieron a tiempo que si no se despejaba la incertidumbre planteada en torno a esa delicada cuestión, se pondría en riesgo la precaria unidad de criterio lograda con la declaración de la independencia, trabajosamente conseguida. Por ese motivo, el 19 de julio se aprobó un agregado a la fórmula de juramento que rezaba: “y de toda otra dominación extranjera”, propuesta por el congresal Serrano, pero impulsado vivamente por los representantes de Córdoba.
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