Hubiera sido un lance memorable, pero la batalla decisiva que pudo haber liquidado el pleito entre unitarios y federales no se produjo porque el 10 de mayo de 1831 uno de sus protagonistas, el general Paz, cayó prisionero.
Nadie puede saber si la suerte de las armas hubiera favorecido nuevamente a José María Paz, el jefe del bando unitario. O si esta vez le tocaría vencer al bando federal. Lo que sí es seguro es que esta batalla, de haber ocurrido, hubiera pasado a la historia. Como fuere, no llegó a librarse; no por falta de decisión de las partes en conflicto, que la tenían, sino por un hecho fortuito que dejó fuera de combate a uno de los contendientes.
Corría el año 1831. Desde la conclusión de la guerra de la Independencia, lejana ya, el país se hallaba fragmentado: no existía un gobierno nacional y las provincias orbitaban bajo el influjo de caudillos locales. En aquella Argentina, los principales protagonistas eran, precisamente, los gobernantes de las provincias importantes, como José Manuel de Rosas y Estanislao López. Por aquellos días, José María Paz, que venía de las guerras de la Independencia y del Brasil cargado de medallas y con un brazo inútil, se había hecho de la gobernación de Córdoba tras derrocar a Juan Bautista Bustos, su antiguo camarada de armas. Después, en una proeza épica en dos actos –La Tablada y Oncativo– desmanteló al temible ejército de Facundo Quiroga, sepultando la primera intentona federal por recuperar el territorio perdido tras la caída de Bustos. Esos triunfos resonantes convirtieron al general Paz en el hombre fuerte del bando unitario y en el referente antirrosista más reputado de la época. Desde Córdoba, su provincia natal, el vencedor tejió la Liga del Interior, una alianza que reunía en su seno, además de Córdoba, a ocho provincias argentinas. Sólo quedaron fuera: Buenos Aires –gobernada por Juan Manuel de Rosas–-, Santa Fe, Corrientes y Entre Ríos. Para frenar el empuje de la flamante liga enemiga, estas provincias suscribieron el Pacto Federal del 4 de enero de 1831. Tras la firma de ese acuerdo, fueron por Paz. Un poderoso ejército reclutado por el gobernador de Santa Fe, Estanislao López, invadió por el este el territorio cordobés, deteniéndose a unas 30 leguas de la capital. Entre los oficiales de aquella fuerza revistaban Pascual Echagüe, lugarteniente de López; Mariano Bustos, hijo del malogrado ex gobernador de Córdoba, y Francisco Reynafé, miembro de una influyente familia del norte cordobés. El propósito de aquella osada movida estaba claro: desalojar del poder al usurpador del gobierno de Córdoba y vengar las afrentosas derrotas de La Tablada y Oncativo. La acción de sus enemigos obligó a su vez a José María Paz a ponerse en movimiento. El famoso "manco" reunió a sus tropas –que desde Oncativo no habían vuelto a combatir– y partió al encuentro del ejército invasor.
Paz era un guerrero profesional, amante de la disciplina y cultor de tácticas militares novedosas con las que solía sorprender a sus adversarios ocasionales. Esa condición, potenciada por su personalidad reconcentrada y un tanto huraña, lo convertía en un rival respetado y temido a la vez. Las llamadas "montoneras federales", en cambio, integradas por gauchos armados y engordadas por la incorporación de indios amigos, eran tan feroces como indisciplinadas. Paz las despreciaba profundamente. Tanto como a los caudillos que las mandaban. Lo cierto es que para el mes de mayo de 1831 las tropas de Paz llegaron a las inmediaciones de El Tío, donde estaban los santafesinos. Seguramente allí se hubiera librado la batalla decisiva si el destino no le hubiese jugado a Paz una mala pasada...
Le bolean el caballo
El clima de guerra flotaba en el ambiente. Las puntas de ambos ejércitos casi se tocaban. Las avanzadas de uno y otro bando se aventuraban más allá de las propias líneas para establecer la ubicación del enemigo y la cuantía de sus fuerzas. Hasta que el día 10 sucedió lo inesperado. El propio Paz relata en sus célebres Memorias que se hallaba reconociendo el terreno cuando avistó una partida de soldados sin que pudiera establecer con certeza si era gente suya o del enemigo. Por las dudas, espoleó su caballo y se alejó al galope del lugar. Pero vaciló y cayó en la trampa: "En medio de esta confusión de conceptos contrarios y ruborizándome de aparecer fugitivo de los míos, delante de la columna, que había quedado ocho o 10 cuadras atrás, tiré las riendas a mi caballo, y, moderando en gran parte su escape, volví la cara para cerciorarme: en tal estado fue que uno de los que me perseguían, con un acertado tiro de bolas, dirigido de muy cerca, inutilizó mi caballo de poder continuar mi retirada. Este se puso a dar terribles corcovos, con que, mal de mi agrado, me hizo venir a tierra".
No hubo batalla. Paz cayó prisionero y fue a parar a Santa Fe. Allí, en el edificio de la Aduana convertido en prisión, pasaría cuatro años, tiempo en que su vida pendía de un hilo. Rosas, que recibió la noticia con alborozo, presionaba para que López, su aliado, ejecutara al prisionero, pero el santafesino no estaba dispuesto a cargar con el costo político de semejante decisión. "Si hemos de tener Patria, es necesario que el General Paz muera", escribía Rosas. "Que la pena que se le aplique sea conforme al pronunciamiento expreso de todos los Gobiernos Confederados", se escabullía López.
Epílogo Providencialmente, Paz salvó su pellejo y no sólo eso: estando en cautiverio se casó con Margarita Weild, una sobrina suya a la que doblaba en edad. Córdoba, en tanto, cayó en poder de Estanislao López. Tras una temporada de persecuciones y terror desatada por el ejército de ocupación, la situación se normalizó y el gobierno quedó en manos de los hermanos Reynafé, personeros del gobernador santafesino. En 1836 el general Paz fue trasladado a Buenos Aires, donde poco más tarde Rosas lo dejó en libertad bajo palabra. Temiendo por su vida y faltando a su compromiso, en 1840 Paz huyó a la Banda Oriental y desde allí reanudó su campaña contra Rosas, consiguiendo algunos logros. Pero esa es otra historia...
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