La influencia del dólar en el país comenzó a mediados del siglo pasado y persiste hasta hoy. Ese influjo fue en aumento con el paso de los años, manifestándose en la economía, la política y en la vida cotidiana de los argentinos. La historia de esas siete décadas es pródiga en devaluaciones, cambios de moneda, crisis de confianza y recetas fallidas.
El dólar no siempre fue la divisa de referencia. Desde 1881, cuando se organizó el sistema monetario argentino y se creó el peso moneda nacional, hasta la Segunda Guerra Mundial, la economía argentina dependió principalmente de Inglaterra, la potencia dominante de entonces, cuya moneda, la libra esterlina, cumplía esa función referencial. En 1889, los representantes argentinos en la Conferencia Panamericana de Washington frenaron el intento de convertir al dólar en moneda única para la región, cuando todavía se debían las libras del empréstito Baring Brother, contraído en 1824.
En el siglo 20, EE.UU. fue ocupando progresivamente la centralidad de Occidente, relegando a Inglaterra. En la posguerra se consolidó dicha hegemonía y el dólar sustituyó a la libra como moneda transaccional y financiera global, en línea con los acuerdos de Bretton Woods (1944) y la concomitante creación del Fondo Monetario Internacional.
La despedida doméstica de la libra fue el convenio de traspaso de los ferrocarriles británicos al Estado nacional en 1948. Sin embargo, el dólar aún no estaba en la cabeza de los argentinos ni era de uso corriente. Dos años antes, durante un acto en Plaza de Mayo, el entonces presidente Juan Domingo Perón preguntó socarronamente a la concurrencia: “¿Alguna vez alguno de ustedes vio un dólar?”. En el horizonte asomaba la inflación, la enfermedad de la moneda que llegaría para quedarse, junto a interminables debates acerca de sus causas y sucesivos fracasos para combatirla.
En las décadas siguientes, la moneda recorrió un progresivo y constante deterioro con relación al billete americano, que —salvo durante la etapa de la convertibilidad— se mantuvo hasta el presente. Durante todo ese tiempo, los innumerables acuerdos, tratados y planes de estabilización suscriptos con organismos internacionales, bancos y países acreedores, estuvieron formulados en dólares. Mientras la deuda externa nominada en esa divisa crecía, la balanza comercial del país soportaba las desigualdades del intercambio de materias primas vernáculas por manufacturas importadas, una tendencia que comenzó a revertirse en las últimas décadas.
Sin embargo, aunque el dólar era la moneda adoptada por el mundo financiero, seguía distante del común de la gente. Durante largos años, salvo la selecta minoría que viajaba al exterior, el resto sobrellevaba estoicamente el peso moneda nacional, que cayó vencido en 1970 para dar paso al Peso Ley 18.188, dejando dos ceros en el camino.
En 1975, durante la presidencia de María Estela Martínez de Perón, se produjo el Rodrigazo, el cimbronazo prohijado por el ministro de Economía Celestino Rodrigo que, entre otras medidas, devaluó drásticamente el peso. En 1976, José Alfredo Martínez de Hoz pergeñó la ilusoria “tablita”, una suerte de pronóstico extendido del tipo de cambio. Muchos argentinos se plegaron a la efímera ficción de la “plata dulce”, familiarizándose con el billete verde. Poco después, otro ministro olvidable, Lorenzo Sigaut, acuñó una frase desopilante: “El que apuesta al dólar pierde”.
En 1983, nuestra vapuleada moneda resignó otros cuatro ceros para alumbrar el Peso argentino ($a), que duró poco: en 1985, durante la presidencia de Raúl Alfonsín, salió a escena el Austral, el nuevo signo monetario rebanado esta vez en tres ceros. Por esos días, un dólar equivalía a 80 centavos de Austral, una ilusión que volvió a ser fugaz. La inflación siguió su curso ascendente, convertida en la híper de 1989 que obligó a adelantar seis meses el recambio presidencial.
En 1991, durante la presidencia de Carlos Menem, el ministro Domingo Cavallo inventó la convertibilidad, que suprimió otros cuatro ceros y consagró el legendario uno a uno —un peso, un dólar—, naturalizando la circulación de billetes con los rostros de Lincoln y Franklin. Durante el segundo mandato presidencial de Menem se pensó en subir la apuesta y concretar la “dolarización”, que no prosperó.
La salida de la convertibilidad fue tumultuosa; tras la debacle de fines de 2001 y la renuncia del presidente Fernando De la Rúa, llegó el turno de la “pesificación”. Le tocó a Eduardo Duhalde recomponer la insostenible paridad peso-dólar, que arrancó 4 a 1, para estabilizarse por debajo en los años siguientes. Este presidente fue quien, presa del entusiasmo, pronunció otra frase célebre: “El que depositó dólares, recibirá dólares”.
Lo que siguió es historia reciente: en los últimos años la inflación volvió a dispararse y los problemas crónicos de la macroeconomía reaparecieron con fuerza. Y el peso, que en los últimos 50 años dejó trece ceros en el camino, siguió perdiendo la partida frente al dólar.
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