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El día que llegaron las carabelas


Las tres carabelas llegaron el 12 de octubre de 1492.


Descubrimiento, conquista, encuentro de dos mundos, invasión, genocidio y tantas otras palabras de ocasión tratan de etiquetar el acontecimiento histórico más importante del siglo XV: la llegada de los europeos al continente americano, desconocido para ellos. Tanto que lo llamaron Nuevo Mundo, y a sus habitantes “indios”, porque creyeron que habían llegado a las Indias, la ruta que buscaban.


Sin embargo, algunas de aquellas palabras deben descartarse de entrada, empezando por “descubrimiento”, porque si bien pudo haberlo sido para los que venían a bordo, no lo fue para los dueños de casa, que hacía largo rato que estaban aquí y no necesitaban que nadie “los descubriera”. En todo caso, fue un descubrimiento a dos puntas, de unos y otros que aquel día se vieron las caras y todo cambió para siempre.


“Conquista” cabe mejor, ya que los recién llegados se sintieron con derecho a quedarse con todo lo que había en esta parte del mundo: riquezas, esclavos, metales, productos de la tierra, lo que fuere. Conquista que por cierto no fue pacífica ni amigable, sino violenta e impiadosa.


Lo que lleva a una palabra más fuerte que muchos creen que expresa mejor cómo fueron las cosas: “genocidio”, el vocablo que alude a un exterminio masivo de seres humanos. De hecho, el continente que pasó a llamarse América estaba habitado, no era un desierto. Algunas de aquellas naciones originarias —aztecas, mayas, incas y otras— tenían un desarrollo cultural quizás superior a las demás, aunque en todas partes moraban comunidades con identidad propia. Poco o nada de lo que había quedó en pie; pueblos enteros desaparecieron diezmados por guerras, enfermedades, destierros y trabajos forzados, entre otros flagelos propios de esa época.


El mismo fenómeno no tardó en extenderse al resto del continente. En lo que hoy es nuestra Argentina, a lo largo y ancho del territorio existía una multiplicidad de comunidades autóctonas, hasta en los extremos más alejados. Con el paso del tiempo sufrieron un proceso similar: la extinción o, en el mejor de los casos, la reducción progresiva e irreversible, atenuada apenas por el mestizaje que permitió la sobrevivencia del linaje hasta nuestros días.


Era previsible que una civilización supuestamente superior como la europea, tarde o temprano impondría supremacía por contar con barcos, armas de fuego, perros, caballos y otros tantos insumos de guerra. La mala noticia es que en el camino quedó gran parte de la cultura e identidad de los pueblos americanos precolombinos. La pregunta que cabe hacerse, entonces, es si las cosas pudieron haber sido diferentes, es decir, si se podría haber planteado un proceso de fusión cultural no violento, una integración pacífica y virtuosa. Es difícil saberlo, por aquello de que la historia es lo que realmente pasa: lo otro, lo que no pasa o pudo haber pasado es contrafáctico, pertenece al campo de la ficción o de la imaginación.


Puede que sí, como ocurrió en casos puntuales donde tuvieron injerencia algunas órdenes religiosas o actores más condescendientes, pero lo que prevaleció fue lo otro, la violencia, el exterminio, tal vez no como un objetivo en sí mismo, pero sí como resultado de un proceso irreversible donde poco importaba la condición humana frente a la sed de riqueza o de dominio, que eran los propósitos que animaban a los conquistadores.


En España, la celebración comenzó en 1892, y décadas después pasó a llamarse Día de la Hispanidad y, desde 1987, Fiesta Nacional de España.


En la República Argentina, el “Día de la Raza”, como se le llamó durante casi un siglo, fue adoptado como tal en 1917, por decreto del entonces presidente Hipólito Yrigoyen, y mantuvo ese carácter hasta 2010, cuando, también por decreto presidencial, se cambió su denominación por “Día del Respeto a la Diversidad Cultural”, para darle un sentido más reparador.


Sucesivas generaciones de argentinos desatendieron la cuestión indígena, y como resultado son escasos los vestigios de las culturas originarias que llegaron hasta nuestros días. Aun así, según el censo de 2010, casi un millón de personas se reconocen pertenecientes o descendientes de pueblos indígenas u originarios.


La mirada actual intenta apartarse del paradigma original, reivindicando a los pueblos originarios y planteando la recordación como un encuentro de dos realidades culturales diferenciadas, cuya fusión, sin soslayar el carácter desigual y violento que tuvo, dio lugar a la construcción de la identidad americana, basada en la diversidad étnica y cultural de los pueblos que la constituyen.


Por todo eso, el 12 de octubre debe ser una jornada de reflexión acerca del significado del hecho histórico que se evoca antes que la celebración de un descubrimiento que no fue.

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