En tiempos de crisis, los temas económicos suelen ocupar la centralidad de la agenda pública. Es lo que sucede en la Argentina de hoy, donde la escalada inflacionaria y la corrida cambiaria, en mayor o menor medida, derraman sus efectos sobre el conjunto de la sociedad.
A su vez, esa agenda se despliega en dos planos: el macroeconómico —los grandes números y variables— y el microeconómico, más ligado a la economía familiar. En los medios suele prevalecer el primero, colmados de opiniones y paneles de expertos, analistas y políticos que dan su propia versión. A ese nivel, el eje del debate en la coyuntura gira en torno a cuestiones tales como los alcances y contenidos del nuevo acuerdo con el Fondo Monetario Internacional y el trámite del Presupuesto Nacional en el Congreso, entre otras.
Sin embargo, así planteados, esos temas son percibidos un tanto lejanos por el común de la gente, abrumada por otras preocupaciones más directas o inmediatas, relacionadas con la caída de los ingresos y la constante suba de precios y tarifas que impactan en los bolsillos.
Y si trasladamos esa agenda más cercana al mundo de las empresas, emergen los graves problemas derivados de la recesión por la que atraviesa el país. Particularmente severos son los efectos de la crisis en las pequeñas y medianas empresas, que se las ven en figurillas para atender obligaciones laborales, impositivas y financieras. Lo mismo cabe para la mayoría de las llamadas economías regionales.
La herramienta utilizada por el gobierno para intentar estabilizar el valor del dólar es la tasa de interés, que fue llevada a niveles incompatibles con la actividad productiva. Sería como poner el termostato a 10 grados bajo cero y pretender que una planta eche brotes. Si se agrega la presión impositiva asfixiante y la obesidad del sector público, el círculo vicioso queda a la vista.
La conclusión de esta apretada síntesis es que el debate parece girar a un nivel que, sin restarle importancia, no es el que aflige cada día a empresarios, trabajadores y jubilados. Obviamente que eliminar o reducir el déficit fiscal y la volatilidad de la divisa son objetivos fundamentales, pero lo es igualmente prestar atención a la economía real y, de una vez por todas, instalar el debate de fondo que requiere, en primer lugar, asumir el fracaso argentino.
¿Por qué fracaso? Se pueden ensayar variadas respuestas, pero una es contundente: porque en un país como el nuestro, dotado de ventajas comparativas y potencialidades que causan envidia a otros, un tercio de la población es pobre. Como lo es reconocer que la mitad de la economía sigue sumida en la informalidad, con todas las consecuencias que eso conlleva.
Si se analiza el desempeño del país desde la perspectiva de los dos grandes campos de la ciencia económica —la creación y distribución de riqueza— es dable comprobar que el resultado es un aplazo en ambas materias. Si la creación de riqueza fuera acorde a las potencialidades señaladas, el país debiera producir por lo menos el doble de lo que produce, con lo cual la frazada no sería corta como hoy, al punto de que no cubre a un tercio de compatriotas. Y si la distribución fuera más equitativa —está lejos de serlo— tendríamos una sociedad más igualitaria y homogénea en lugar de la fragmentación existente.
A la hora del reparto de culpas es probable que haya para todos los gustos. No es el propósito de la presente nota, aunque debiera señalarse al menos que la responsabilidad no es exclusiva de un gobierno ni de un sector o corporación en particular, sino que, en la proporción correspondiente, es del conjunto de la sociedad y su dirigencia.
Es posible que esta “tempestad” también pase, como pasaron otras tantas, y los argentinos, aliviados de la zozobra actual, retomemos la normalidad perdida. Sin embargo, si no se atacan los males de fondo de nuestra economía, esa normalidad será apenas un interregno hasta la próxima crisis.
La solución de fondo —igual que las culpas— excede a cualquier gobierno. Dada la magnitud del esfuerzo a sostener en plazos que superan uno o dos mandatos presidenciales, requiere de un consenso pocas veces visto en el país enamorado de las grietas, y una voluntad a prueba de incordios y ocasionales traspiés hasta encontrar el buen rumbo.
Salvando las distancias —el contexto es diferente— algo parecido a aquel Diálogo Argentino de los meses calientes del año 2002, que brindó un ámbito eficaz de participación y encuentro para superar un momento dramático.
Esta vez, la convocatoria debiera ser generosa, y ampliar esa mesa a todos los sectores, organizaciones, corporaciones y estamentos de la sociedad capaces de aportar positivamente a la construcción de un sendero virtuoso de crecimiento y equidad, capaz de eludir el iceberg que, de tanto a tanto, se presenta frente a nuestras narices.
Lo contrario, es decir seguir ensanchando las grietas, cavando trincheras, esterilizando esfuerzos en conflictos inútiles y subalternos, nos condenará a caernos del mapa de un mundo inclemente para con aquellos países que dilapidan energía en vano.
Es hora de dejar de lado la inveterada práctica de encerrarse en la propia verdad o apostar a figuras providenciales o iluminados, que no los hay. Es hora de dialogar y tender puentes.
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