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CÓRDOBA CUMPLE 450 AÑOS

“El indio comechingón, dueño y señor de las sierras, no sabe que han de llegar hombres de lejanas tierras…”, comienza la Cantata de la Fundación dedicada a Córdoba.


Estatua de Don Jerónimo Luis de Cabrera
Córdoba cumple 450 años

“El aire huele a poleo, a suave menta y tomillo…”, prosigue la letra que recrea de modo entrañable aquel lejano 6 de julio de 1573. Esa atmósfera diáfana, el río rumoroso de aguas transparentes, el canto de los pájaros, las montañas recortadas en el horizonte; todo eso convenció a Jerónimo Luis de Cabrera y sus acompañantes que ese era el sitio indicado.


Los comechingones, moradores del lugar, observaban subrepticiamente los movimientos de los forasteros, sin acercarse hasta conocer sus intenciones. Hacía algunos días que aquellos sujetos merodeaban por los alrededores, atisbándolo todo, señalando aquí y allá con sus brazos extendidos. No eran de ninguna de las tribus conocidas; parecían venir desde muy lejos, pero ¿de dónde?


Les resultaban curiosas las vestimentas de aquellas gentes y los extraños artefactos que cubrían sus cabezas y reflejaban los rayos de sol. Y esas fundas desde los pies hasta las rodillas, que parecían ser de cuero. Algunos portaban en sus manos unos palos huecos de los que vieron brotar fuego. Lo que más asombro les causó fueron los animales de cuatro patas que montaban y que no se parecían a llamas y venados de la zona. Y esos otros, que emitían mugidos y balidos. ¿Por qué no había mujeres ni niños? ¿No tendrían familias?, se preguntaban.


Hacía largo tiempo que estaban en estas tierras y nunca habían visto algo semejante al curioso ritual que aquel día se desarrolló ante sus ojos. Permanecieron en silencio, intercambiando miradas, mientras uno de los recién llegados, tocado con una larga camisola que rozaba el piso, pronunció unas palabras ininteligibles, mientras levantaba hacia el cielo dos maderas en cruz que portaba en sus manos. Y otro, reconcentrado, trazaba signos sobre un pliego con una larga pluma que no era de ninguna de las aves del lugar. El asombro fue en aumento cuando el que parecía ser el jefe, delgado y de barba afilada, empuñó una vara con filo, que no era de piedra ni de hueso como las armas que ellos usaban, y cortó de un tajo algunas ramas del tronco de sauce colocado en el centro de la reunión. Hecho esto, se volvió hacia los demás y pronunció unas palabras en aquella lengua extraña.


¿A qué vendrían? ¿Se quedarían mucho tiempo? No tenían la respuesta. Tampoco sabían que ese río que corría barranca abajo dejaría de llamarse Suquía, ni que esas tierras pasarían a pertenecer a un rey ignoto en cuyo nombre esos individuos tomaban posesión hasta donde alcanzaba la vista. Mucho menos podían imaginar que allí crecería una ciudad que habrá de llamarse Córdoba de la Nueva Andalucía, cuyo patrono será un santo de una religión de la que pronto tendrían noticias. Ni que su fundador, allí presente, es un sevillano llamado llama Jerónimo Luis de Cabrera. Y que a partir de ese momento, el pueblo comechingón ya no será dueño de su tierra ni de su destino.


Todo eso pasó el 6 de julio de 1573; cuando el aire aún olía a poleo, a suave menta y tomillo…


Las razones que tuvo Cabrera para elegir ese lugar figuran en el acta que resume la solemne ceremonia, según la cual: “puebla y funda en este dicho asiento cerca del río que los indios llaman de Suquía, por ser el sitio más conveniente que ha hallado para ello y en mejor comarca de los naturales y en tierras baldías donde ellos no tienen ni han tenido aprovechamiento, por no tener sacadas acequias en ella, por tener muchas, abundantes y mejores tierras e haber en el dicho asiento las cosas necesarias e bastantes e suficientes que han de tener las ciudades que en nombre de Su Majestad se fundan”. Lo que siguió no es una novela de aventuras, aunque se le parece. Con tragedia incluida, si se revisa el triste final del fundador, apenas un año más tarde: apresado, confiscado y ejecutado por un alto comisionado que lo acusó de ejercer una autoridad de la que supuestamente no estaba investido. Una tragedia que a su vez encierra una historia de amor, si se pone en escena a doña Luisa Martel de los Ríos, la amada esposa de quien pagó con su vida la osadía de plantar aquella aldea lejos de donde el virrey le mandó. La misma que no logró despedirse y siguió bregando incansablemente para lograr que su amado recobrara el buen nombre y honor.


“Así nació mi ciudad, la Córdoba soñada de la Nueva Andalucía” …


La misma que renace cada día, bajo la mirada de ese Quijote querible que calza yelmo y botas largas y que, desde el pedestal que lo sostiene, saluda a la ciudad y su gente, como un vecino más.

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