El 26 de agosto de 1810 corrió en Córdoba la primera sangre de la Revolución de Mayo, la que no había corrido en Buenos Aires, donde todo fue un evento palaciego. Aquel día fueron fusilados Santiago de Liniers y otros personajes notables que decidieron no acatar la Junta designada por el Cabildo de Buenos Aires que reemplazó al virrey Cisneros.
En Córdoba, el partido españolista era fuerte y muy apegado a la tradición colonial. El grupo que manejaba el poder estaba integrado por el gobernador Juan Gutiérrez de la Concha, el exgobernador Victorino Rodríguez, el obispo Rodrigo Antonio de Orellana y el jefe militar de la plaza Santiago de Allende, entre otros connotados vecinos. Por esos días, Santiago de Liniers, el héroe de la Reconquista, residía con sus hijos en la otrora estancia jesuítica de Alta Gracia, que había adquirido un año antes.
Cuando la noticia de la revolución porteña llegó a Córdoba, traída por Melchor Lavín a galope tendido, los nombrados se reunieron de apuro y esa misma noche decidieron desconocer al nuevo gobierno y guardad fidelidad a la Corona española, pese a que el rey Fernando VII estaba impedido de reinar tras haber sido destituido por Napoleón Bonaparte. Solo el deán de la Catedral, Gregorio Funes, no estuvo de acuerdo porque compartía los lineamientos revolucionarios.
Tan pronto la novedad del desacato cordobés llegó a la metrópoli, la Junta despachó una expedición militar a las órdenes de Francisco Ortiz de Ocampo, quien debía sofocar la rebelión, apresar a sus cabecillas y fusilarlos. Ocampo hizo lo primero, pero no lo segundo, temeroso de la reacción que podría desatarse en la Docta. En lugar de eso, los despachó a Buenos Aires.
Cuando Mariano Moreno, el secretario de la Junta, se enteró que los prisioneros estaban en camino, envió al vocal Juan José Castelli a interceptar la caravana y ejecutar la orden desobedecida allí donde los encontrase, algo que resultaría complicado si llegaban a destino dada la popularidad de Liniers. La Junta temía que el ejemplo cordobés cundiese en otras jurisdicciones del extenso virreinato del Río de la Plata, igualmente esquivas a la revolución, y todo se viniera abajo.
El encuentro se produjo en Cabeza de Tigre, una posta del viejo Camino Real en el límite provincial. En el Monte de los Papagayos, un paraje vecino, cinco prisioneros —salvo el obispo Orellana, dada su investidura— fueron arcabuceados por un pelotón de fusileros. Domingo French disparó el tiro de gracia a Liniers, mientras Castelli verificaba que nadie hubiera quedado con vida. Los cuerpos quedados tendidos en el monte.
Más tarde, cuando la expedición siguió su camino, algunos pobladores de la zona enterraron los cuerpos en una fosa común. Cuenta la tradición que se colocó una cruz de madera sobre la que alguien talló la palabra CLAMOR, compuesta con la primera letra de los cinco fusilados, más el del obispo: Concha, Liniers, Allende, Moreno, Orellana y Rodríguez.
Con la díscola Córdoba puesta en caja, ese primer ejército de línea siguió viaje al Alto Perú, donde en Potosí se replicaron los fusilamientos de altos dignatarios. Los cordobeses, entretanto, superada la conmoción inicial, abrazaron sin reparos la causa independentista, pero aquel Clamor temprano marcó a fuego la primera hora patria en la provincia mediterránea.
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