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Capuchas en democracia

Las imágenes de individuos encapuchados, profusamente difundidas por los medios, se han tornado frecuentes en los últimos tiempos. Lo peor que puede pasarnos como sociedad sería tomarlo con naturalidad, como algo que se ha convertido en parte del paisaje y no queda más remedio que admitir.

¿Con qué fin alguien se calzaría una capucha? Obviamente, quien lo hace —salvo que resida en una base antártica y deba protegerse del congelamiento— desea ocultar su identidad, sobre todo si se halla en una ciudad o en un medio donde su uso no se justifica en absoluto. Cubrirse el rostro es un presupuesto de acción ilegal, si no se actuaría a cara descubierta.

Personas encapuchadas, ocupando el espacio público, muchas veces con palos en sus manos, enrarecen, enturbian las prácticas democráticas, sobre todo en el contexto de reclamos legítimos a los que contaminan. ¿Para ocultarse de qué? ¿Para defenderse de quién? Para eso están la Justicia y las leyes. En el marco del Estado de derecho, nada tiene que ver la protesta social, por el motivo que fuere, con el ejercicio de la violencia. El derecho a protestar está permitido y contemplado en la Constitución y las leyes; la violencia debe ser castigada en todos los casos, quien sea que la ejerza.

La capucha tiene mala historia, aquí y en todas partes. Remueve el peor pasado: capuchas usaban los miembros de la Inquisición durante la Edad Media y —más acá en el tiempo— los integrantes del Ku Klux Klan, la tenebrosa organización racista que perseguía y ultimaba afroamericanos en los EE.UU. Capuchas usaban los verdugos para que los condenados a muerte no vieran quien les asestaba el hachazo letal o accionaba la guillotina.

Entre nosotros no tiene mejores antecedentes. “Capucha” y “Capuchita” eran las sórdidas dependencias de la Escuela de Mecánica de la Armada donde se alojaba y torturaba a las personas secuestradas por los grupos de tareas durante los años del Proceso, rigurosamente mantenidas con sus capuchas colocadas durante las 24 horas del día, antes de ser “desaparecidas” para siempre. Hasta hoy se pueden ver inscripciones en las paredes de ese lugar desangelado, a centímetros del piso donde yacían los detenidos. Capuchas, a su vez, usaban los genocidas durante los operativos ilegales.

El ocultamiento del rostro —con antifaces, caretas, pasamontañas— es una práctica de uso corriente en el mundo del hampa para cometer delitos tales como secuestros extorsivos, asaltos a mano armada u otro tipo de crímenes. Los ciudadanos de bien no tienen necesidad de esconder su identidad.

La conducta aludida está difusamente encuadrada en el Código Penal argentino, y su valoración como acto ilegal queda a criterio de los magistrados. En muchos países fue incluida de modo expreso. Aquí existen proyectos legislativos dirigidos a tipificarla como agravante del delito que se juzga y sería oportuno un debate parlamentario acerca de la cuestión. Serviría, al menos, para alejar el riesgo de naturalizar prácticas reñidas con las más elementales normas de convivencia ciudadana.

No se trata de una postura ideológica de izquierda o derecha, mucho menos de reclamar o avalar planteos de “mano dura”. Nada que ver con criminalizar la protesta social ni con propiciar detenciones arbitrarias o ilegales, ni con limitar la libertad personal, como suele argumentarse a la hora de justificar esta y otras formas de protesta o manifestación mal entendidas: quien defiende un derecho legítimo no tiene por qué temer; puede hacerlo a cara descubierta, como actuaron tantísimos grandes líderes de la humanidad. O alguien puede imaginar a Martin Luther King, Mahatma Ghandi o Nelson Mandela cubriendo su rostro a la hora de proclamar las libertades que reclamaban, de cara a la hostilidad y la represión. Ningún encapuchado se llevó el Premio Nobel de la Paz.

Hace poco, un conocido periodista tuvo la infeliz idea de entrevistar a un detenido luciendo una capucha: nada más ridículo que imitar conductas reprochables. Mucho menos por parte de personajes públicos que pueden influir en los modos culturales de sus contemporáneos.

Ningún prurito políticamente correcto ni discurso seudo progresista debe obrar como freno a la hora de condenar el ejercicio de la violencia y los métodos antidemocráticos, cualquiera fueren y quienquiera sea el que los practique. La democracia argentina es joven e inmadura aún: lleva apenas 34 años de renacida, falta aún mucho camino por recorrer. Pero no ayuda a fortalecerla ni mejorarla la vigencia de prácticas y usos del pasado que los argentinos queremos dejar definitivamente atrás, ni la complacencia o indiferencia hacia ellos. Y la capucha es un artefacto de ese pasado, del peor.

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