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Buitres de ayer y hoy

Los problemas de la Argentina con su deuda externa no son nuevos: el de 2002 no fue el primer default de la historia, ni los buitres de hoy son los primeros en sobrevolar nuestras cabezas.

Desde tiempos bíblicos, en el mundo terrenal coexisten deudores y acreedores, una lógica que, con el paso de los siglos, se extendió a todos los países. En ese juego, el nuestro quedó del lado de los sempiternos deudores, sometido a los avatares propios de relaciones teñidas por el interés, cuando no por la especulación y la usura.

Así fue como, en distintos momentos de la historia, el peso de la deuda, la voracidad de los acreedores o el rigor de los organismos internacionales colocaron al país en situaciones difíciles y, más de una vez, frente al dilema de pagar o pagar.

Un poco de historia El primer empréstito llegó en 1824, en tiempos de Bernardino Rivadavia. Lo proveyó la casa Baring Brothers, nave insignia de la avanzada inglesa en la América antes española. El operador se llamaba Woobdine Parish; del lado argentino, Manuel García.

Aquel préstamo de un millón de libras esterlinas era, en teoría, para modernizar la infraestructura portuaria y sanitaria de Buenos Aires, pero no fue usado para ese fin. Tampoco llegó la suma mencionada, sino bastante menos por el descuento de comisiones e intereses anticipados. Su amortización fue una constante sangría para el país que duró ochenta años, hasta 1904.

El primer ensayo de convertibilidad data de 1867, cuando en el  mundo reinaba el patrón oro. Un peso oro de la época equivalía a 25 pesos papel argentinos; ese primer ensayo de conversión, sin embargo, no pudo sostenerse y fue abandonado en 1876, durante la presidencia de Nicolás Avellaneda provocando una temprana crisis financiera.

En la década siguiente, el país tuvo un crecimiento vertiginoso, impulsado por el modelo agroexportador, funcional a las condiciones reinantes en un mundo donde llanuras y pampas como las nuestras cotizaban en alza. La bonanza económica trajo aparejado un ingreso desenfrenado de capitales y un auge de las actividades especulativas, cuando no de corrupción. El resultado fue el crecimiento sideral de la deuda pública y la expansión del sector financiero a partir de la sanción de la Ley de Bancos Garantizados, habilitados a emitir moneda.

La crisis consiguiente, que tuvo su pico en 1890, provocó la caída del presidente Miguel Juárez Celman. El salvataje financiero del país corrió entonces por cuenta del vicepresidente, Carlos Pellegrini, quien logró capear el temporal y consolidar y reestructurar la deuda pública, aunque varios bancos quedaron en el camino, entre ellos el de la provincia de Buenos Aires.

En 1899 se restableció la convertibilidad a razón de 0,44 pesos oro por cada peso papel. En las décadas siguientes, pese a la Primera Guerra Mundial, el oro siguió fluyendo hacia el país, que no sufrió sofocones financieros hasta el colapso capitalista de 1929.

Lo que vino después Pacto Roca – Runciman, se le llamó, por haber sido Julio A. Roca (h), vicepresidente argentino, y Walter Runciman, negociador británico, los firmantes del acuerdo. Tras la debacle global de 1929, el gobierno conservador de la llamada Década Infame se aferró al paraguas británico con la esperanza de que el país -que no pertenecía al Commonwealth- recibiera igual trato que otras naciones, cosa que no ocurrió.

Básicamente, fue un intercambio desigual de favores: Argentina proveía carne y otros insumos que Gran Bretaña compraba a cambio de preferencias arancelarias y la liberación de las divisas bloqueadas por el control de cambio. La fluidez de divisas provocada por la Segunda Guerra Mundial no duró demasiado. Desaparecido para siempre el patrón oro, el dólar se convirtió en la moneda fuerte, en tanto que los acuerdos de Bretton Woods abrieron paso al tutelaje que el Fondo Monetario Internacional ejerció sobre los países miembros durante las siguientes décadas.

A comienzos de los años ’50 comenzaron a manifestarse con fuerza los males crónicos de la economía argentina derivados de los problemas de balanza de pagos, agravados por el deterioro de los términos de intercambio, que penalizaba a los países exportadores de materias primas.

Estos problemas se acentuaron sobre fines de esa década y obligaron al entonces presidente Arturo Frondizi a suscribir la primera Carta de Intención con el FMI para recibir un préstamo stand by, comienzo de una larga serie.

Más acá en el tiempo Entre 1976 y 1983, la deuda externa creció desmesuradamente merced a la irresponsabilidad de la dictadura gobernante, que abusó de la liquidez internacional de entonces para financiar la tablita de Martínez de Hoz, el despilfarro y la corrupción.

La dictadura llevó los 7.000 millones de dólares de deuda externa a 45.000 millones, incubando de ese modo el huevo de la serpiente  constrictora que aprisionó al país durante las décadas siguientes.

Durante la presidencia de Raúl Alfonsín, la deuda trepó a 60.000 millones, duplicándose durante la gestión de Carlos Menem, pese a que, en 1993, el país ingresó al Plan Brady, una maniobra urdida para salvar a la banca internacional atiborrada de deuda de países insolventes. A lo que debe sumarse el llamado Plan Bonex, la primera confiscación de ahorros de la era democrática.

Después, durante la presidencia de Fernando De la Rua, el stock de deuda alcanzó los 145 millones de dólares, la contrapartida de la fuga de capitales de esa década. Uno de los poquísimos casos que investiga la Justicia es el megacanje de ese período, manteniendo procesado al exministro Domingo Cavallo por supuesta connivencia con el banquero David Mulford para favorecer al consorcio de bancos extranjeros que lideraba el Credit Suisse First Boston.

Lo que vino después de la caída del gobierno de la Alianza es historia conocida: fin abrupto de la convertibilidad, devaluación, default, pesificación asimétrica y posterior restructuración de la deuda mediante dos canjes sucesivos que lograron la adhesión de cerca del 93 por ciento de los tenedores de bonos en default.

En el restante 7 por ciento -los llamados holdouts- conviven acreedores originales que rechazaron las condiciones ofrecidas por el gobierno argentino y los “fondos buitres”, compradores a precio vil de títulos de deuda para entablar acciones judiciales que pusieron al país al borde de un nuevo default. Antes y después, hubo pagos de contado al Fondo Monetario Internacional y arreglos con el Club de París, Repsol y el CIADI, entre otros.

Pagar o no pagar Según se desprende del sucinto repaso anterior, pareciera que la Argentina es un país condenado a “deuda eterna” y, como tal, sometido a la extorsión permanente de bancos, bonistas, fondos, calificadoras de riesgo o jueces impúdicos.

Como fuere, puntualmente o con demoras, Argentina siempre honró sus deudas. Probablemente, porque pagar o no pagar no es una opción libre, aunque lo parezca. La ruptura unilateral del pacto pétreo de cumplimiento de compromisos asumidos voluntariamente no es bien visto por un mundo que funciona en base a reglas que ningún país puede repudiar sin que le pase nada.

Aun así, el debate acerca del origen de la deuda es válido; sin embargo, aun cuando la misma fuera ilegítima, resultó legitimada ex post por la acción u omisión de los sucesivos gobiernos constitucionales que la convalidaron en cada renegociación, en cada acuerdo firmado y, sobre todo, con los sucesivos canjes de deuda vieja por nueva, que en la práctica significaron la novación de la misma.

Hay quienes piensan que de ese modo queda consumada la impunidad de los verdaderos responsables, convalidadas coimas escandalosas, tendidos mantos de olvido sobre negociaciones inauditas, perdonadas torpezas técnicas de grueso calibre e indultados  delincuentes de guante blanco que robaron al país. Es posible que así sea.

Una pena que tampoco en este terreno la justicia haya actuado a su hora, o que la política estuviera ocupada con otros menesteres. Como fuere, debemos asumir la dura realidad y tratar de no seguir trasladando errores del pasado a las futuras generaciones.

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