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Batalla de Curupaytí

El 22 de septiembre de 1866 se libró una de las batallas más cruentas de la guerra del Paraguay, la de Curupaytí.

Batalla de Curupaytí

Todo comenzó en 1865, cuando Paraguay incursionó en territorios ajenos, como Río Grande do Sul y la provincia argentina de Corrientes. La reacción no se hizo esperar: en Buenos se firmó Aires el tratado de la Triple Alianza por el cual los gobiernos argentino, uruguayo y brasileño se coaligaron en contra del paraguayo. Todos los firmantes tenían sus propios motivos para entrar en guerra, aunque no previeron la enconada resistencia que ofrecería el ocasional adversario. Bartolomé Mitre, el presidente argentino y comandante de las fuerzas aliadas, proclamó que en tres meses las tropas entrarían en Asunción. Sin embargo, llevaría cinco largos años cumplir ese propósito, quedando en el camino decenas de miles de vidas.


Curupaytí era una guarnición paraguaya enclavada en medio de la selva, rodeada de fosos profundos y trincheras fortificadas, que albergaba a casi 5.000 hombres. Diez días antes del asalto, Mitre y el presidente paraguayo Francisco Solano López conferenciaron sin resultados y la suerte quedó echada. En el campamento argentino, la vigilia tensó por igual a veteranos y novatos; una atmósfera inquietante y pesada como el clima tropical melló el ánimo de los combatientes.


El plan de batalla preveía un intenso bombardeo desde el río Paraguay para debilitar las posiciones enemigas y preparar el terreno para el avance ulterior de la infantería. Llegada la hora, la operación debió suspenderse durante los tres días que cayó un aguacero torrencial, hasta que el cuarto, el 22 de septiembre, amaneció soleado. Esa mañana, la escuadra brasileña disparó incesantes cañonazos desde el río, intentando alcanzar el depósito de municiones de los paraguayos.


Cuando por fin cesó el infructuoso bombardeo, cerca del mediodía, Mitre dio la orden y, al son del redoble de los tambores y enarbolando sus banderas, las cuatro columnas —dos brasileñas y dos argentinas— avanzaron a bayoneta calada, aunque enseguida se cayó en la cuenta de que aquella fortaleza era inexpugnable. Parapetados detrás de las defensas construidas con troncos y montículos de tierra, los paraguayos recibieron a los aliados con una lluvia de granadas y descargas de fusilería; los que marchaban al frente caían abatidos por la metralla. La mayoría de los atacantes quedó fuera de combate antes de llegar al foso, y si lo alcanzaban, perecían acribillados, sumergidos en el agua hasta la cintura intentando en vano cruzar del otro lado. Muy pocos lograron apoyar las escalerillas que portaban en el parapeto, sin poder trepar más allá del segundo escalón antes de ser derribados por las balas certeras de los defensores cuyos rostros ni siquiera alcanzaban a ver.


Así, oleada tras oleada, los batallones aliados fueron repelidos mientras aumentaba el número de bajas. Los fusileros hacían tiro al blanco con los efectivos que desfilaban delante de ellos, dándose el lujo de escoger a los oficiales antes que a los soldados rasos. A esa altura ya se sabía que el plan de ataque había fracasado y que el bombardeo no había hecho mella en las posiciones paraguayas cuyas baterías permanecían intactas y activas. Pronto, el terreno se pobló de cadáveres: fango, humo, ayes de dolor por doquier. Las banderas manchadas con barro y sangre cambiaban de mano todo el tiempo, hasta que el nuevo portador caía unos metros más allá. En medio de ese infierno, durante las pausas del cañón y la metralla, se escuchaban los acordes de La Palomita que una banda de música tocaba sin parar detrás de las líneas para animar a los soldados de Solano López.


Aquella carnicería duró casi cinco horas, hasta que Mitre comprendió que era inútil seguir sacrificando vidas humanas y ordenó la retirada: soldados y oficiales confundidos en un patético desfile regresaban heridos y maltrechos, algunos ayudados por sus compañeros, otros usando sus fusiles como improvisada muleta. Mientras, los paraguayos abandonaban sus escondites y salían a despojar a los muertos de todo lo que llevaban puesto, tal era la escasez de quienes habían transformado una derrota segura en una gran victoria. Entre las bajas argentinas se contó a Domingo Fidel Sarmiento, “Dominguito”, hijo adoptivo de quien llegaría a la presidencia en el siguiente turno. El pintor Cándido López perdió su brazo derecho en el frustrado asalto que más tarde plasmó en sus cuadros más tarde (imagen).


La guerra duró todavía cuatro años. Paraguay tenía alrededor de 1.300.000 habitantes, y al finalizar quedaban poco más de 200.000, de los cuales apenas el 10 por ciento eran hombres, la mayoría ancianos o inválidos. El resto eran mujeres y niños; viudas y huérfanos. Con suerte, pudo salvar la mitad de su territorio —la otra mitad se la repartieron los vencedores— y aunque llevó varios años lograr la retirada completa de los brasileños, el país hermano logró subsistir como nación independiente luego de la peor tragedia de su historia.

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