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Aquel 27 de abril de 1852

Actualizado: 27 abr 2023

Cuando escuchó el vocerío que venía de la calle, Alejo Carmen Guzmán pensó que correría la misma suerte que los López, padre e hijo. Sin embargo, estaba equivocado: aquellas voces vivaban su nombre porque una asamblea popular lo había proclamado gobernador de la Provincia. Él, que se había refugiado en el convento de San Francisco por temor a las represalias de los amotinados, fue el primer sorprendido con la noticia.

El día anterior –27 de abril de 1852– el mismo grupo que ahora lo aclamaba había puesto fin a 17 años de régimen lopizta. Ese día se produjo el desenlace anunciado de la ambigua situación política planteada en Córdoba tras la batalla de Caseros. Los esfuerzos del gobernador Manuel López, alias Quebracho, por permanecer en el poder habían sido infructuosos. Ni siquiera había servido el subterfugio de delegar el mando en su hijo José Victorio para aplacar los ánimos de los belicosos opositores a su largo gobierno. La paciencia de éstos duró exactamente 83 días, contados a partir del 3 de febrero, fecha en que Rosas cayó derrotado ante Urquiza. Durante todo ese tiempo, los enemigos de López se dedicaron a conspirar. Mientras tanto, aguardaron en vano que el gobernador re-reelegido en 1847 (la última vez por seis años) diera un paso al costado, lo menos que se podía esperar de él tras la derrota de su jefe en Caseros.

“Quebracho” había escuchado consejos parecidos de labios del emisario de Urquiza, Bernardo de Irigoyen, pero los desechó. Todo lo que atinó a hacer fue llamarse a enfermo y delegar el poder en su hijo José Victorio. Para que la impostura fuera completa, se designó a Alejo Carmen Guzmán –un ciudadano intachable– en el cargo de Ministro General, una especie de primer ministro de la época. Seguramente, el viejo y mañero comandante de Pampayasta pensó que la incorporación de Guzmán conformaría a los levantiscos y mientras tanto podría acomodar el cuerpo a los nuevos vientos que soplaban en el país. El gesto no fue suficiente. El 27 de abril, un nutrido grupo de antilopiztas exaltados encabezado por el coronel Manuel Esteban Pizarro e integrado por el resto de los Pizarro (Modestino, Laureano, Ángel y Ramón), Manuel Lucero, Tomás Garzón y otros connotados ciudadanos, asaltó el cuartel de los “cívicos” –el batallón encargado de la custodia de la ciudad–, depuso al jefe de la fuerza que no quiso plegarse al motín, sacó las tropas a la calle, marchó bulliciosamente a la Casa de Gobierno y tomó prisionero a su ocupante, José Victorio López. Su padre, que guardaba cama en su residencia de la segunda cuadra de la calle Unión (hoy Rivera Indarte), se enteró de lo ocurrido en el preciso instante en que una turba cívico-policial irrumpía en su domicilio comunicándole que quedaba detenido en su propia casa. De allí marcharon al Cabildo a deliberar qué hacer con el gobierno.

Aunque era un “duro” y tenía varios muertos en su haber, Quebracho probablemente se apenó de las muertes del capitán Montiel, jefe de los Húsares de la escolta de su hijo, y del coronel José Policarpo Patiño, caídos ambos al tratar de impedir el asalto al despacho del gobernador. En su lecho de enfermo, Manuel López comprobó cuán inútil había sido el mensaje perjuro que envió a la Sala de Representantes poco después de Caseros. “Ha llegado el momento de recobrar el libre ejercicio de los imprescriptibles derechos, ajados y conculcados más de 20 años por el infame déspota Juan Manuel de Rosas”, decía aquel mensaje que causó estupor, indignación y –por qué no- comentarios jocosos entre los representantes. Costaba creer que quien había sido incondicional y obsecuente del Restaurador de las Leyes usara ahora semejante lenguaje para descalificarlo. Claro que muchos de ellos no tardaron en imitar el ejemplo: tan pronto se confirmó la aplastante victoria obtenida por el Ejército Grande y la huida de Rosas, notables hombres políticos de Córdoba se abalanzaron sobre el libro de sesiones para suprimir los folios que delataban su reciente pasado rosista.

Quizá, “Quebracho” se arrepintió de haber sobreactuado en vano para conservar el sillón gubernativo a cualquier costo. Era evidente que nadie había dado crédito al vertiginoso cambio operado en él, que pasó de ser rosista furioso a antirrosista recalcitrante en sólo cuestión de días.

De cualquier manera, seguramente no dejaría de causarle una gran decepción el brusco giro de muchos complacientes oficialistas de ayer, convertidos ahora en aguerridos opositores a su gestión. ¿Acaso alguno de ellos había osado decir “esta boca es mía” durante los casi 17 años en que manejó con mano firme la Provincia?, debe haberse preguntado el gobernador caído en desgracia sin hallar otra respuesta que no fuera la volatilidad de las lealtades en el cambiante mundo de la política.

Ni Siquiera aceptaba como pretextos su público desafecto a las críticas ni el recuerdo del pobre Fermín Manrique, el fiscal de Estado que estrenó el cementerio de San Jerónimo en 1842. A algunos podría llegar a entenderlos, como por ejemplo a Manuel Lucero, que había tenido que marchar al exilio y de regreso en Córdoba seguramente deseaba tomarse la revancha, pero a varios otros –especialmente algunos diputados que ahora lo denostaban -no podría perdonarles nunca tamaña felonía.

A propósito de Manuel Lucero, unos días después de Caseros se lo vio en la plaza mayor vociferando en contra del gobierno y quemando un retrato de Rosas junto a un grupo de jóvenes igualmente enardecidos. Los mismos jóvenes que pocos días más tarde –el 20 de febrero- provocaron disturbios durante la acalorada sesión de la Sala de Representantes en que se declaró a la provincia libre de compromisos y en pleno goce de su soberanía.

Ante la nueva realidad, Manuel “Quebracho” López, que había sido un ferviente defensor de la Santa Federación, creyó posible subirse al carro urquicista (¿acaso el entrerriano no había proclamado “ni vencedores ni vencidos”?) y jugó todas las fichas que le quedaban a esa posibilidad. Por lo visto la apuesta no había funcionado. No tuvo la misma fortuna que otros gobernadores rosistas, como el de San Juan, Nazario Benavídez, o el de Tucumán, Celedonio Gutiérrez, quienes a pesar de su escabroso pasado pudieron reciclarse y continuar en el poder. En cambio –pensaba el gobernador de Córdoba–, a él le faltó suerte o, simplemente, había llegado el final de su largo ciclo y los fatigados cordobeses ansiaban un cambio de aire en esta provincia.

Quizá “Quebracho” alcanzó a solazarse con los primeros tropiezos de Alejo Carmen Guzmán, que no tuvo mejor idea que decretar el uso obligatorio del cintillo punzó. Muy pronto debió retractarse de semejante medida, tan pronto como le fue impuesto a López padre e hijo un empréstito forzoso de dos mil onzas de oro al tiempo que eran sofocados los tibios conatos de resistencia lopizta en el sur del territorio cordobés.

Tras los azarosos sucesos relatados, la revolución se encaminó por el sendero que marcaban los nuevos tiempos y el espíritu fusionista llegó a Córdoba. El 27 de junio, Alejo Carmen Guzmán fue proclamado gobernador en Propiedad y gobernó hasta 1855. Manuel López, en tanto, años más tarde marchó desterrado a Santa Fe, donde murió en 1860.

Los cordobeses, que ya eran 110.539 según el censo de 1852, dejaban atrás años difíciles y se aprestaban a vivir un nuevo tiempo histórico.


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