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6 de julio de 1573


“El indio comechingón, dueño y señor de las sierras, no sabe que han de llegar hombres de lejanas tierras…”, reza la hermosa Cantata de la Fundación dedicada a Córdoba. “El aire huele a poleo, suave menta y tomillo…”, prosigue la letra.


Esa atmósfera diáfana, aquel río de aguas transparentes, el canto de los pájaros, las montañas que se dibujaban en el horizonte; todo eso convenció a los expedicionarios que ese era el sitio que buscaban.


Entretanto, los comechingones, moradores del lugar, observaban con curiosidad y cierta desconfianza los movimientos de los recién llegados, sin atreverse a acercarse hasta conocer sus intenciones. Hacía ya algunos días que aquellos sujetos merodeaban por los alrededores, atisbándolo todo, señalando aquí y allá con sus brazos extendidos. No eran de ninguna de las tribus de la región; parecían venir desde muy lejos, pero ¿de dónde?


Llamaban su atención las vestimentas y los extraños artefactos que les cubrían la cabeza y reflejaban los rayos de sol. Y esas fundas que cubrían los pies hasta las rodillas, que parecían ser de cuero. Algunos portaban en sus manos unos palos de los que vieron brotar fuego. Lo que más asombro les causó fueron los animales de cuatro patas que montaban y que no se parecían en nada a llamas y venados de la zona. Y esos otros, que emitían mugidos y balidos. ¿Por qué no había mujeres ni niños? ¿No tendrían familias?, se preguntaban.


Hacía largo tiempo que estaban en estas tierras y nunca habían visto algo semejante al curioso ritual que aquel día se desarrolló ante sus ojos. Permanecieron en silencio, intercambiando miradas, mientras uno de esos hombres, tocado con una larga camisola que le llegaba a los pies, pronunció unas palabras ininteligibles, mientras levantaba dos maderas en cruz que portaba en sus manos. Y otro, reconcentrado, trazaba signos sobre un pliego con una larga pluma que no era de ninguna de las aves del lugar.


Se asombraron aún más cuando el que parecía el jefe, flaco y de barba afilada, empuñó una vara con filo, que no era de piedra ni de hueso como las armas que usaban, y cortó de un tajo algunas ramas del tronco de sauce colocado en el centro de la reunión. Hecho esto, se volvió hacia los demás y pronunció unas palabras en aquella lengua extraña.


¿A qué vendrían? ¿Se quedarían mucho tiempo? No tenían la respuesta.


Tampoco sabían que el río de límpidas aguas que corría barranca abajo ya no se llamará Suquía, como se llamaba; sino San Juan, porque ese día del santoral llegó aquella gente; tampoco que sus tierras pasarán a pertenecer a un rey ignoto, en cuyo nombre tomaban posesión. Mucho menos que allí crecerá una ciudad que habrá de llamarse Córdoba de la Nueva Andalucía, cuyo patrono será un santo de una religión de la que pronto tendrán noticias. Ni que su fundador, allí presente, es un sevillano llamado llama Jerónimo Luis de Cabrera. Y que a partir de ese momento, el pueblo comechingón ya no será dueño de su destino.


Todo eso pasó el 6 de julio de 1573; cuando el aire aún olía a poleo, a suave menta y tomillo…


Lo que siguió no es una novela de aventuras, aunque se le parece. Con tragedia incluida, si se revisa el triste final del tal Jerónimo Luis, apenas un año más tarde: apresado, confiscado y ejecutado por un alto comisionado, Gonzalo Abreu de Figueroa, quien lo acusó de ejercer una autoridad de la que no estaba investido.


Una tragedia que encierra una historia de amor, si se pone en escena a doña Luisa Martel de los Ríos, la amada esposa de quien pagó con su vida la osadía de plantar aquella aldea lejos de donde el virrey le mandó que lo hiciera. Ella bregó incansablemente para que su amado recuperara el buen nombre y honor, hasta que lo logró.


“Así nació mi ciudad, la Córdoba soñada de la Nueva Andalucía” …


La misma que crece y crece, bajo la mirada de ese Quijote querible que calza yelmo y botas largas y que, desde el pedestal que lo sostiene, saluda cada día a la ciudad y su gente, como un vecino más.

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