El 24 de marzo de 1976 se producía el sexto golpe de Estado de una secuencia funesta que impuso la alternancia de gobiernos democráticos y de facto desde 1930 en adelante. Como tal, es uno de los hechos históricos más relevantes del siglo pasado en Argentina.
Tras la muerte de Juan Domingo Perón, en julio de 1974, había asumido la presidencia su viuda, María Estela Martínez. Durante su mandato, se profundizaron los enfrentamientos en el seno del peronismo que derramaron al resto de la sociedad, a la vez que cobraba intensidad la violencia de distinto signo. Los grupos armados siguieron adelante con la llamada “guerra revolucionaria”, sin considerar que no había una dictadura enfrente, sino un gobierno constitucional y que, por lo tanto, no había legitimación para un accionar que sembraba zozobra y cobraba víctimas cada día. “Cuanto peor”, no sería mejor. Paralelamente, se puso en marcha la represión ilegal practicada por comandos parapoliciales como las Tres A.
En febrero de 1975, por decreto presidencial se había encomendado al Ejército “neutralizar y/o aniquilar el accionar de elementos subversivos que actúan en la provincia de Tucumán”, en el marco del llamado Operativo Independencia. La injerencia de las Fuerzas Armadas, apartadas de su función natural y abocadas a la llamada lucha antisubversiva, fue cada vez mayor, a la par del debilitamiento de las frágiles instituciones republicanas. Para entonces, María Estela Martínez era una figura virtual, carente de autoridad e influenciable por los entornos palaciegos y los altos mandos militares.
Las fuerzas democráticas y los principales líderes partidarios, sobrepasados por la escalada de violencia, no atinaron a nada eficaz para evitar el golpe en ciernes. Ricardo Balbín, el jefe del radicalismo, pronunció un discurso esperanzador por cadena nacional: “Todos los incurables tienen cura cinco minutos antes de la muerte”, pero la suerte estaba echada.
Una parte de la sociedad naturalizó la salida golpista, creyendo que sería el mal menor. Sin embargo, el argumento de que la situación tornaba imprescindible suprimir las instituciones es falaz por muchas razones; una de ellas, es que la guerrilla estaba prácticamente desmantelada y reducida su capacidad operativa por acciones fallidas —el intento de copamiento de Monte Chingolo, en diciembre de 1975, la más reciente— y las numerosas bajas sufridas, y, además, completamente aislada de una sociedad hastiada de violencia. Cabe señalar que, en la misma época, países como Alemania, Italia, España e Irlanda, entre otros, enfrentaron ese flagelo con la debida firmeza, pero sin violar el orden constitucional ni apelando al terrorismo de Estado. Aquí se traspusieron ambos límites a un alto costo.
El otro argumento, referido a la incapacidad o falta de idoneidad de quien circunstancialmente ejercía la presidencia de la Nación, tampoco resulta válido; si bien aludía a un hecho palpable, era subsanable, por ejemplo, adelantando las elecciones para ese mismo año, como estaba previsto. En ningún caso debe admitirse la supresión de la República como remedio a la incapacidad de los gobernantes de turno.
La Junta de Comandantes integrada por el teniente general Jorge Rafael Videla, el almirante Emilio Massera y el brigadier Orlando Agosti asumió el poder y el primero juró como presidente de facto del llamado Proceso de Reorganización Nacional. Como ocurrió las veces anteriores, hubo incentivación, apoyo y participación de sectores civiles y corporativos. No en vano se confió el manejo de la economía a José Alfredo Martínez de Hoz, un conspicuo representante de los grupos económicos más concentrados, quien condujo una transformación regresiva de la economía y el desmantelamiento del aparato productivo nacional.
Todo lo que vino después fue malo para el pueblo argentino. Durante los meses que siguieron, la represión ilegal y la violación sistemática de derechos humanos, amparadas por la Doctrina de Seguridad Nacional, fueron un hecho cotidiano: secuestros, desaparición de personas, robos de recién nacidos, centros clandestinos de detención. Abundan los testimonios y las fuentes que certifican la verosimilitud de los hechos citados, como el Informe de la CONADEP —la Comisión Nacional para la Desaparición de Personas creada durante la presidencia de Raúl Alfonsín— que dejó constancia documentada en el “Nunca Más” de los delitos de lesa humanidad cometidos, basados en los testimonios de las víctimas, que fueron confirmados en los juicios ulteriores. La “teoría de los dos demonios” no aplica cuando uno de ellos es el Estado, sin que ello signifique exculpar al otro.
El balance de ese tiempo es asaz doloroso. Pese a la derogación de las leyes de impunidad y la ulterior reapertura de las causas, las condenas fueron tardías e incompletas, sin que hasta el presente se conozca una real autocrítica de los responsables del espanto. Desde el punto de vista estrictamente histórico, por tratarse de hechos recientes y permanecer heridas abiertas aún, el debate no está saldado: sigue pendiente un balance colectivo y sin sesgos de lo ocurrido durante esos años para que no pase Nunca Más.
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