Eran tiempo violentos. Primero Liniers, luego Álzaga. Curiosamente, los dos héroes máximos de la lucha contra las invasiones inglesas fueron mandados a ejecutar por gobiernos patrios. A Álzaga le tocó correr esa suerte un día como hoy, 6 de julio, del año 1812.
Martín de Álzaga no era criollo; había nacido en España, en la provincia de Vizcaya. Llegó al Río de la Plata con apenas 11 años, cuando ni siquiera existía el virreinato y para todo se dependía de Lima. Hábil para los negocios, se enriqueció rápidamente sacando provecho del monopolio comercial y del nada inocente tráfico de armas y esclavos.
Vecino reputado y miembro conspicuo del Cabildo de Buenos Aires, fue además fundador del Consulado. Un súbdito modelo, podría decirse.
En 1806, dio un paso más hacia la fama cuando los ingleses pretendieron arrebatar estas remotas colonias a España, la madre patria. Álzaga, como tantos, recibió el llamado de la sangre que corría por sus venas y, en medio del caos reinante por la presencia del invasor; reclutó, organizó y financió una fuerza de casi tres mil hombres que resultó decisiva a la hora de la reconquista encabezada por Liniers.
Un año más tarde volvió a destacarse cuando el pueblo de Buenos Aires rechazó por segunda vez a los ingleses. Sin embargo, los mayores lauros se los llevó nuevamente Liniers, quien, en mérito a su actuación, se calzó el traje de Virrey. La rivalidad entre ambos se cocinó a fuego lento y estalló poco después, el 1° de enero de 1809, cuando Álzaga, poniendo en juego su renombre y poder militar, intentó voltear al flamante virrey. La oportuna intervención de Cornelio Saavedra, el comandante de los Patricios, sofocó el motín y dejó las cosas como estaban. Álzaga fue deportado a Carmen de Patagones y los regimientos que le obedecían, disueltos.
Cuando meses más tarde regresó a la metrópoli, la revolución de Mayo se hallaba en marcha. La vivió detrás de bambalinas, tanto que no ocupó ningún cargo en el nuevo gobierno. Pero lo peor para él aún estaba por venir.
La conspiración
La Primera Junta y la Junta Grande que le sucedió se fueron desflecando al compás de los conflictos internos y los avatares de la azarosa guerra que se libraba en el Alto Perú, hasta que, en setiembre de 1811, el gobierno pasó a manos del Primer Triunvirato, el que componían Juan José Paso –reemplazado luego por Juan Martín de Pueyrredón–, Feliciano Chiclana y Manuel de Sarratea. Sin embargo, el hombre más influyente de ese órgano ejecutivo era el ascendente Bernardino Rivadavia, uno de los secretarios. Era el más avispado de todos y el más sensible a cualquier intento de conspiración o restauración monárquica que rondara el ambiente. Se veía a sí mismo como el custodio de la Revolución y quien venía a llenar el vacío dejado por Moreno, aunque sus miras fueran otras.
Así estaban las cosas cuando saltó el asunto del golpe. Todo comenzó cuando una mujer, comadre de don Martín de Álzaga y supuestamente conocedora de una conjura que se estaba planeando en contra del gobierno, fue a confesarse con un sacerdote patriota que la absolvió pero le impuso la penitencia de delatar aquella conspiración a las autoridades o de lo contrario lo haría él mismo.
Fue el doctor Vieytes el que, enterado del asunto, condujo presurosamente a la susodicha mujer al Fuerte, sede por entonces del gobierno. Ante el escriba, la denunciante dijo que Álzaga le pidió usar su casa para una reunión secreta, encargándole que preparase una gran cena para sus invitados, cosa que hizo. Contó que los que llegaban daban al que custodiaba la puerta la voz convenida para que le abriesen y que el último en llegar fue el propio Álzaga, envuelto en un capote que le cubría el rostro y acompañado por su hijo Cecilio. Declaro además que el padre portaba dos pistolas y un puñal y el hijo dos pistolas. Agregó que aquella noche oyó a los presentes hablar de revolución, de matar a todo hijo del país sin excepción, enumerar los recursos con que contaban, etcétera. Aseguró que sólo conocía a unos pocos, entre los que mencionó a un carretillero de Barracas y un tendero de la ciudad.
Para Rivadavia fue suficiente: los mandó a prender esa misma noche y ambos fueron condenados a muerte. Había que escarmentar a los que se atrevían a conspirar contra el gobierno legítimo. Pero aún faltaba el plato fuerte: Álzaga. Rivadavia mandó por él.
Pese a que la familia del prófugo se negaba a revelar su paradero, la intensa pesquisa dio sus frutos. Al cabo de unos días apareció un cura que señaló el lugar donde aquél se hallaba oculto. Pueyrredón, intuyendo el cruento final, intentó echarse atrás, pero el impetuoso Rivadavia se lo impidió. Que estaba en juego el destino de la Revolución, le espetó en plena cara. Lo cierto es que Álzaga fue apresado, sometido a juicio sumario y condenado a muerte; todo en tiempo récord.
El 6 de julio de 1812, junto a otros complotados, se lo fusiló en la Plaza de la Victoria y su cuerpo –como era usual– fue colgado de una soga y pendió obscenamente durante días para escarmiento de potenciales conspiradores. El muerto tenía 56 años y era padre de 14 hijos. Rivadavia, en señal de júbilo por haber salvado a la Revolución, mandó a iluminar la ciudad por tres noches seguidas, las mismas que los cadáveres permanecieron a la vista del público.
El juicio de la historia
Éste, el fusilamiento de Álzaga, es un punto oscuro –uno más– en la trayectoria pública de Bernardino Rivadavia. Casi dos siglos después, se sigue dudando de que aquella conspiración fuera tal, de que realmente hubiera existido. No en vano Pueyrredón había dudado de la veracidad de la denuncia y por un momento creyó estar frente a una matanza de inocentes. Quienes piensan de este modo mencionan como posible causa de la ojeriza que Rivadavia profesaba a la víctima, un episodio que sucedió en los años previos a la Revolución, cuando Álzaga era alcalde de primer voto y Rivadavia aspirante a alférez real. En las actas del Cabildo quedó constancia de que, para Álzaga, el joven Rivadavia no merecía el cargo al que aspiraba "por no haber salido aún del estado de hijo de familia, no tener carrera, ser notoriamente de ningunas facultades, joven sin ejercicio, sin el menor mérito y de otras cualidades que son públicas en esta ciudad".
En pocas palabras, para Álzaga, Rivadavia era un don Nadie, un pobre diablo. Como fuere, fruto del rencor o de un celo excesivo, la muerte de Álzaga puede inscribirse en una larga lista de sacrificios inútiles que, antes y después, empedraron el azaroso camino de nuestra historia.
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